Categorías: Opinión

Los mismos errores y sus consecuencias

Lo más terrorífico del terrorismo no sólo son las inocentes vidas que arrastra sino, a su vez, la dificultad que supone su escrupuloso control. Hace unos meses escribí acerca de la incapacidad de los países occidentales para vigilar permanente y pormenorizadamente las acciones y los movimientos de los ciudadanos que viven dentro de sus fronteras y la de aquellos que las cruzan, ofreciendo con ello una visión sobre la seguridad nacional de nuestros tiempos que quizá se pudiera interpretar como agorera y derrotista, a pesar de su poso realista.

Los mecanismos de seguridad ante el terrorismo constituyen, lógicamente, una respuesta ante este último. Por dicha razón considero que es tan interesante como constructivo horadar en el origen y desarrollo de aquellos grupos terroristas que profesan y extienden el terror, pues en estos pilares se hallan las claves maestras para fortalecer la defensa internacional y evitar futuras amenazas que pudieran nacer y crecer de similar forma. Sin embargo, los estados occidentales no parecen estar muy interesados en valorar cuestiones de este estilo, más allá de pequeños deslices como el de Hillary Clinton el año pasado, ya que de hacerlo tendrían que asumir parte de su culpa como uno de los elementos generadores de esta lacra, y eso, al menos hoy, es absolutamente impensable.
Tal vez envalentonada por su lejanía geográfica con respecto a los focos de los conflictos, Estados Unidos, ama y señora de la dirección de la política occidental en su dimensión internacional, ha jugado con todos los fuegos que ha creído oportuno hasta quemarse como nunca se había imaginado. A finales de los años 70, la CIA estadounidense puso en marcha una plan conocido como ‘Operación Ciclón’ cuyo fin principal fue el de expulsar a los soviéticos de Afganistán. Para ello, los yanquis recurrieron al adiestramiento y la financiación de algunos grupos afganos rebeldes de marcado carácter radical, logrando tras una larga y cruenta guerra que sus aliados muyahidines, fundamentalistas islámicos entre los que se encontraba Al Qaeda, consiguieran derrocar al régimen establecido. Décadas más tarde, el 11 de septiembre de 2001, las torres gemelas de Nueva York fueron destruidas en un acto de terrorismo propiciado por una de aquellas organizaciones que habían sido alimentadas por los estadounidenses: la citada Al Qaeda.
Este tipo de políticas se han continuado aplicando hasta la actualidad. Como he comentado anteriormente, la propia Hillary Clinton reconoció en 2014 que la política que los Estados Unidos había proyectado contra la Siria de Bashar Al-Asad erró en puntos esenciales, como la pésima selección de las milicias rebeldes a las que apoyar y la falta de determinación para rematar el conflicto. De nuevo, los Estados Unidos habían centrado parte de sus esfuerzos en buscar y dar cobertura a determinados grupos rebeldes cuya reacción era imprevisible. Estas caóticas circunstancias fueron aprovechadas por el Estado Islámico para fortalecer su califato bajo el halo libertador que le otorgaba su posición como uno de los mayores opositores del régimen de Al-Asad, gracias al cual consiguió numerosas adhesiones a su causa. Los torpes movimientos de la nación más poderosa del mundo fueron rentabilizados al máximo por los extremistas, una vez más.
Lejos de aprender de estos riesgos geopolíticos, Occidente continúa apostando por esta clase de política. Y lo seguirá haciendo, como ha confirmado Estados Unidos tras los desoladores atentados de París, lo cual es ciertamente lógico dadas las reticencias del presidente Barack Obama para desplegar grandes contingentes de tierra en la zona.
A lo expuesto ha de sumarse la desastrosa política comercial con respecto a algunos países musulmanes amenazados por el Estado Islámico en la que Occidente persiste, aun sabiendo que parte de los beneficios de ese tráfico cae en manos de los extremistas a través de los arreglos de las naciones musulmanas acosadas en su intento por frenar la virulencia de los terroristas.
Ante este contexto creo que Occidente ha de ser mucho más inteligente de lo que ha demostrado ser hasta ahora si desea afrontar con ciertas garantías este gravísimo problema.

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