Categorías: Opinión

Los medios de comunicación

El pasado día veintinueve de diciembre, el Pleno de la Asamblea aprobó, por unanimidad, una declaración institucional contra la islamofobia. En esencia, suponía el rechazo a cualquier conducta denigrante hacia los musulmanes;  y una desvinculación absoluta entre religión (el islam) y terrorismo.

Es un pronunciamiento de extraordinario valor político; tanto por el significado del consenso en torno a esta cuestión, como por su indiscutible sentido de la oportunidad. Ante una opinión hipersensibilizada (marcada por el impacto del terrorismo internacional) es especialmente importante fortalecer los valores democráticos  y  combatir confusiones que pueden desencadenar conflictos de enorme envergadura, acaso irreversibles. Si este es un hecho innegable con carácter general, en nuestra Ciudad, por razones que no es necesario explicar, adquiere una importancia capital. La fuerte carga pedagógica de una iniciativa tan relevante como necesaria, invitaba a pensar en una amplia difusión. Al día siguiente comprobé el tratamiento que se le dispensó en tres medios de comunicación (dos periódicos y una radio). Los periódicos abrían edición a toda página con las “avalanchas del Tarajal” y “el estudio de una posible naviera pública”. La radio optó por “la posibilidad de reformar los mercados”. La declaración contra la islamofobia quedaba relegada a un segundo plano. Es difícil sustraerse a tanta perplejidad. Este hecho (podría haber sido otro) incita  a una serena reflexión (siempre aplazada) sobre el papel de los medios de comunicación en nuestra Ciudad.
Los medios de comunicación constituyen la piedra angular sobre la que descansa la democracia. Como es lógico pensar,  un sistema político que se fundamenta en la expresión de la voluntad popular se dinamiza a través de los instrumentos generadores de información y opinión. Los ciudadanos conforman su opinión en función de lo que ven y oyen. En consecuencia, el sistema queda perfeccionado garantizando la “libertad de prensa” y la “libertad de expresión”. Teóricamente, la aplicación de estos dos principios garantiza la existencia de medios de comunicación suficientes y plurales que reflejan la diversidad de pensamiento de la sociedad. ¿Qué sucede cuando la libertad de prensa está secuestrada, hipotecada o  pervertida? En este caso, la democracia se desnaturaliza, y con ello, además del consiguiente fraude, se corre el tremendo riesgo de sustituir la voluntad de la ciudadanía por la de una minoría, y los principios democráticos por  intereses particulares. Aquí estamos.
En Ceuta, los medios de comunicación han terminado por depender directamente de los presupuestos de la Ciudad (dejaremos al margen los dos millones y medio invertidos en la televisión pública, irredentamente al servicio del gobierno). La práctica desaparición del mercado de la publicidad privada, así como la drástica reducción de las ventas en el caso de la prensa escrita (motivado sobre todo por la prevalencia de las nuevas tecnologías como principal acceso a la información), los han hecho económicamente inviables, llevándonos a una extraña situación. Los datos relativos al año dos mil quince son inapelables. El Faro recibió setecientos cincuenta mil euros; El Pueblo, cuatrocientos diez mil; la cadena SER y Onda Cero cien mil cada una, la cadena Cope ochenta mil; Ceuta al Día y Ceuta Actualidad sesenta mil por cabeza,  y la Verdad de Ceuta cincuenta mil. El panorama lo redondea Ceuta Televisión que cobró ochenta y dos mil euros por los tres meses en los que estuvo abierta (cerró como consecuencia de la sentencia judicial que anuló la resolución del concurso en el que se le adjudicó la frecuencia). Todo ello suma la desmesurada cantidad de un millón setecientos mil euros al año. Para este ejercicio se ha presupuestado idéntica cantidad. La supresión de esta partida conllevaría el cierre (en mayor o menor plazo) de todos los medios de comunicación, al menos tal y como están concebidos en la actualidad.
Esta situación abre un debate que es ineludible. ¿Debe el Ayuntamiento financiar los medios de comunicación privados? Si es así, ¿en qué cantidad?, y ¿con que criterios? Como suele ser habitual en Ceuta, la política de hechos consumados (obedeciendo siempre a intereses particulares y coyunturales), ha obviado la respuesta racional a estas preguntas y las ha sustituido por una práctica muy nociva que está trayendo no pocas consecuencias. El Gobierno, para no asumir la responsabilidad de introducir el concepto “subvención”, ha optado por disfrazar las subvenciones de “publicidad”. Esta decisión supone enviar todo lo relacionado con los medios de comunicación a un espacio oscuro en el que se mueven las más inconfesables pasiones (e intereses); y al mismo tiempo, deja la gestión de esta parte del presupuesto en la más absoluta ilegalidad comprometiendo incluso a los funcionarios. Para justificar cuatro mil quinientos euros diarios de publicidad, se tienen que anunciar cosas sin parar, sin necesidad, y a precios desorbitados. Así aparecen centenares de facturas de dos mil novecientos euros (esta cantidad evita fiscalizaciones impertinente), en evidentes “fraccionamientos de pago” (ilegal), y sin cumplir los requisitos exigidos en los procedimientos legalmente establecidos para la contratación de un servicio público. La permanencia en la “zona oscura” permite además, que se fijen las cantidades que “corresponden” a cada medio sin necesidad de justificación alguna. No hay criterio objetivo, más allá del parecer subjetivo  del político de turno (y su indisociable interés partidista). Este vicio ha llevado a una perversión intolerable. La pugna por el “reparto de la tarta” se mueve entre dos polos: la adulación y el chantaje. Se utiliza una u otra modalidad (sin escrúpulos)  dependiendo del estado de ánimo de los negociadores, de las relaciones personales o del escenario político de cada momento. Eso sí, siempre al alza. Todo al alza. Así llegamos a un punto en el que algo tan sensible en nuestra Ciudad como la configuración de la opinión pública se encuentra supeditada los intereses de los propietarios de los medios de comunicación, y a su habilidad para obtener fondos públicos. Esto es una completa aberración.
Es necesario (y urgente) detener esta peligrosísima deriva. Todos los partidos políticos (en especial el PP que cuenta con mayoría absoluta) tienen la obligación de reconducir la gestión de la financiación pública de los medios de comunicación privados, y situarla en parámetros de racionalidad, y sujeción al interés general (es lo único que puede justificar la utilización de dinero público). Y para eso preciso determinar la cantidad justa y proporcionada que debe destinarse a esta finalidad;  escoger el instrumento idóneo para hacerlo; fijar criterios objetivos para la asignación de las cantidades que deban corresponder a cada medio (en función de la acreditación de penetración en el mercado), y documentar en el título habilitante los requisitos y condiciones exigibles a las empresas subvencionadas (como se les exige al resto de entidades que reciben fondos públicos).

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