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Los males de la ciudad

Es cada día más frecuente escuchar la frase “esta sociedad está enferma”. La escuchamos en los medios de comunicación y en conversaciones con amigos y familiares cada vez que vemos u oímos alguna nueva enfermedad social, vicio o crimen.

Nos convertimos, sin ser conscientes de ello, en improvisados “médicos” sociales, olvidando que un acertado diagnóstico debe preceder al tratamiento. Los males de la ciudad demandan, no lo olvidemos, un especial estudio. Este análisis debe buscar la unidad, lo cual desecha las explicaciones demasiado simplistas a las que estamos acostumbrados. Así, por ejemplo, unos relacionan estos males con la pobreza de muchos y el lujo de unos pocos; otros con el capitalismo individualista o el comunismo oprimente; aún hay, sin faltarles razón, quienes apuntan a la ignorancia intelectual y la anomia moral. Todos tienen, sin duda, elementos de verdad en sus afirmaciones. Sin embargo, existe un principio que pasamos a menudo por alto: el principio de que la ciudad es algo en sí mismo imperfecto,–en su aspecto puramente geográfico, económico y antropológico–, y todavía aún más imperfecto, desordenado y poco desarrollado en su dimensión moral, ética, intelectual y estética. Es por causa de todas y cada una de estas imperfectas realizaciones de nuestra vida cívica por las que se manifiestan los males sociales que intentamos combatir y vencer.
Ha llegado el momento de decirles a quienes luchan contra los males de la ciudad que estos pueden y deben ser vistos juntos y, yendo más lejos, tratados juntos. No son problemas aislados, sino que corresponden al distanciamiento de la ciudad ideal a la que estamos llamados a construir entre todos. Una ciudad saludable, y no enferma, que ofrezca a sus habitantes un entorno cuidado, un trabajo conforme a la capacidad de carga del lugar y unos principios éticos y sociales que permitan la pacífica convivencia de los ciudadanos. Necesitamos, concretando aún más, una renovación de nuestros corazones; una reeducación de nuestra mente, sentidos  y sentimientos; y una reconstrucción de nuestro medioambiente natural y urbano. Es necesario que nuestros niños y niñas aprendan a percibir de una manera completa e íntima las maravillas de nuestros paisajes, de nuestros árboles, plantas, minerales, aves, animales marinos… Que desarrollen destrezas manuales relacionadas con la tierra, como la agricultura o la jardinería. Y que despierten en ellos sentimientos de colaboración, comunión y comunicación con los demás. Esta educación sentimental es fundamental para enraizar en sus mentes y corazones los ideales superiores de la bondad, la verdad  y la belleza.
El distanciamiento de la famosa triada platónica de la bondad, la verdad y la belleza, que han sido los cimientos sobre los que se ha construido la civilización occidental, está en la base de los males que afectan a nuestras ciudades. La ausencia de bondad provoca problemas sociales graves como la violencia y el crimen. El auge del terrorismo islámico, por poner un ejemplo, es consecuencia del incremento del odio y el resentimiento alimentado por quienes quieren imponer su voluntad, aplicando un dogmatismo religioso que imposibilita cualquier búsqueda autónoma de la verdad y la libre expresión de la imaginación. Por su parte, la ausencia de la verdad y el conocimiento, es decir, la ignorancia, provoca problemas de salud física y psíquica.  Y finalmente, la belleza, cuya ausencia afea nuestra ciudad y afecta a nuestro estado de ánimo.
Los males de la ciudad, los de Ceuta y los de cualquier otra localidad, tienen que ser, por tanto, en gran medida reinterpretados y combatidos de forma más eficiente. La pobreza, la miseria y la fealdad de nuestras ciudades, su ignorancia, embotamiento y defectos mentales, sus vicios y crímenes tienen que ser objeto de un tratamiento distinto. Hablamos de una “higiene cívica” cada vez más unificada que abarque la dimensión material y moral, económica e idealista, utilitaria y artística. Seremos más eficaces en el tratamiento de los problemas cívicos si contemplamos la ciudad como una unidad orgánica, que no es fija ni preestablecida, ni siquiera en proceso de evolución o degeneración por causas más allá de nuestro alcance, sino que debemos entenderla como un desarrollo ordenado al cual cada uno de nosotros podemos ayudar hacia su más alta perfección, tanto geográfica como cultural.
Nuestra ciudad es en un sentido muy real la esperanza de lo que podría ser. La lucha entre la ciudad real y la ideal es también el combate entre los idealismos más altos y los más bajos. Como afirmó Patrick Geddes, “las instituciones y los edificios no son impuestos desde arriba ni construidos desde afuera sino que se levantan desde dentro. Los tipos esenciales de vida social se desarrollan como expresiones normales y necesarias de sus ideales particulares; los sueños de cada época y cada uno de sus tipos sociales crean así sus realidades características. Las transformaciones urbanas de cada época se tornan así inteligibles”. No debe de extrañarnos, pues, que una época como la nuestra, carente de ideales superiores, dé como resultados ciudades y ciudadanos enfermos. La nuestra es una época de paisajes arrasados, ocupaciones rutinarias (de hecho no hay ni un joven en este país que no aspire a convertirse en un burócrata), personas sin atributos, con los sentidos aletargados y la desconfianza como principio básico en sus relaciones humanas. Seres, en algunos casos, infectados por el virus del odio, sin capacidad emoción, pensamiento crítico y valentía para emprender sus planes y proyectos, si es que llegan a tenerlos. Pocos, muy pocos, se adentran en el cuadrante de la vida efectiva que convierte a los buscadores de la bondad en santos, los de la verdad en sabios y  los de la belleza en artistas.
En la guerra de la que hablamos entre ideales superiores e inferiores pocos combaten en el campo de batalla de la política y el activismo cívico. Los desertores del pensamiento crítico y la acción cívica son legión.  De este modo, el bando de los especuladores que destruyen nuestras ciudades, montes y costas, el de los corruptos, los explotadores laborales, los fanáticos religiosos y políticos, los manipuladores de nuestra mente y los destructores de sueños y esperanzas  tienen todo de su parte para seguir enfermando a nuestras ciudades  y sus habitantes. Pero no todo está perdido. No queremos acabar este artículo con un mensaje negativo. Es cierto, como demuestran a diario los medios de comunicación, que nuestra sociedad está enferma y que los seres humanos podemos tener una tendencia hacia el mal, pero también, como nos dice mi admirado Emilio Lledó, “una tendencia hacia el bien. La tendencia hacia la generosidad, hacia el amor, es mucho más importante que hacia la violencia y el crimen. La fuerza del amor, de la generosidad es mucho más potente que el mal. El día que renunciemos a esa lucha de creer en estos ideales, ya no merecerá la pena vivir”. Y la vida sí merece la pena ser vivida, cuando es una vida digna, plena y rica.  Una plenitud que no encontrarán en el poder y el dinero, sino en el apasionamiento cívico, el cultivo de la cultura y la creatividad artística.                      

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