Duele. Tras la necesaria jornada laboral, suelo relajarme tomando una cerveza en mi local de confianza. Es un rato que aprovecho para repasar lo sucedido durante la mañana, a la vez que me hago una imagen de lo que me deparará el día siguiente. (Una buena previsión puede librarte de pequeños errores, pero sobre todo de graves problemas). El caso es que disfrutando de la birra bien servida suele aparecer el solícito vendedor de cupones de Cruz Roja. Me gustaría comprarle cinco o seis cupones, pero al final me quedo con dos o tres. Ello no impide que me haga un gesto de gratitud y se despida complacido.
Entonces, como guiada por una estrella polar, aparece en escena una chica jovencita, de tez tiznada, que ofrece unos chicles amarillos de los de antes, esperando la voluntad. Yo la miro. Me gustaría sonreírle y regalarle un billete de diez euros. Dudo. A cambio le dedico un frío pensamiento: “La solución a tu problema no está en mí. Quizá esté a miles de kilómetros, en un alto edificio de cristales tintados.”
La imposibilidad de ser justo causa un cisma en mi alma que me acompaña en mi recorrido por la vida. A cada paso debo decidir dónde está la justicia, si bien debemos admitir que no existe su absoluto, y que es un valor que ha de ir acompañado de la leyenda: “en la medida de lo posible”. Así en la plegaria, así en la política social. En la plegaria ya sabemos quién decide, pero, ¿y en la política social quién decide, quién establece los límites de la posibilidad? Yo, en un arrebato, puedo hacer que la chica negruzca de los chicles se vaya a casa con la felicidad marcada en el rostro, pero ¿y en la esfera global quién relativiza la generosidad?
Miro alrededor y veo un fin de época, un hastío. Es el momento de explorar nuevos márgenes, es hora de descartarse y abrirse a la posibilidad de un cambio. Las palabras están ahí, para ayudarnos. Mientras, le pido disculpas a la chica por terminarme la cerveza con un gesto de indiferencia, porque es lo que tiene ser un elegido en este juego de vencedores y vencidos.
No hay que perder de vista el gran activo que tiene la humanidad: 8.000 millones de personas dispuestas a vivir en humildad. El espacio individual debe fundirse con la esfera global.