Categorías: Carta al director

Los judíos Nicodemo y José de Arimatea

Jesús se encontraba ya  en una etapa en la que se despedía de pueblos amigos, porque se iba  acercando Su hora final. Los lugares que atravesaba  eran siempre de acceso dificil: lugares escarpados.  No le importaba el esfuerzo, porque Su palabra debía  quedar como eco sonoro entre  las gentes de aquellas campiñas.   En lo alto de las cimas  que miran hacia la llanura de Emaús, en medio de árboles frondosos y arbustos de un  verde radiante, por donde trinan los pajarillos en un alba primaveral,  colorido y alegre, corren resquicios y hendiduras  que se cortan entre una montaña
y otra.  
Los  apóstoles más jóvenes acaban de llegar del campo cercano, con frutas  recién cortadas para Su Rabbí. Al  fondo, una fértil llanura donde la actividad de  los segadores es  muy intensa. Las casas  esparcidas entre aquellas tierras  son todas de Nicodemo, que las recibió en herencia de sus padres. Hay  una gran inmensidad de espigas de oro, y en otra parte se ven las viñas con racimos casi maduros. Cientos de  arroyuelos confluyen aquí y allá, e incluso las aguas subterráneas hacen de aquel vergel un paraíso de abundantes mieses. Es una campiña  mediterránea de una belleza increíble. Entre ellos, como los Tadeo, primos del  Señor, se quejan de que algunos judíos se hicieron dueños ilegítimos de muchas haciendas galileas, y los arrojaron de ellas, a pesar de que les pertenecían  como bienes paternos, en aquella Judea que había visto nacer a la estirpe de David. Era en realidad, una disputa secular, que parecía no tener fin entre judíos y galileos.
Y antes de llegar a la casa de Nicodemo, habló el Señor  de paz, de ángeles que guardan a los hombres que piden ayuda, e  hizo milagros. Se sentía feliz y alegre al  ser acogido entre las familias de  los campesinos, pues ellos no entendían de disputas, ni insidias. Y luego, después de soportar el calor del mediodía, se echaron todos un rato en el heno que había en los porches de las alquerías.
Después de una noche de camino, llegaron, al fin, en medio de un amanecer fresco, en las primeras horas de la mañana, sin que el sol se hubiese atrevido aún  a azotar con el calor intenso.
Eran unos campos ofreciendo una belleza tranquila, después de haber sido segados, y con algunas gavillas tiradas en el suelo esperando ser llevadas a la era.
Los campesinos de Nicodemo estan trabajando a la fresquita, cantando, porque pronto acabaría la jornada. Ríen entre ellos. Con gran pericia manejan la hoz y forman haces. Se les nota que tienen un buen patrón porque están bien nutridos. Los niños se encuentran más alejados, junto a las viudas y los ancianos, que esperan a lo que va cayendo en el suelo. Por expreso deseo de Nicodemo dejan caer más de la cuenta, a fin de que haya para todos. Y Jesús se acercó a una viuda que recogía del suelo  y le preguntó por su amo:
“Él ayuda  siempre al pobre, y dice que este año concede más regalos porque es un año de gracia. Dicen que es un discípulo secreto del Mesías, El que predica el amor  a  los pobres, porque enseña que es así como se ama a Dios. José de Arimatea es  muy amigo de Nicodemo  y también es amigo del Rabbí”. Al oirla alabando la generosidad del amo, Jesús sonríe como un niño. No obstante, la mujer se queja de que otros judíos poderosos obligan a los pobres  a ciertos ayunos  y prohibiciones  no prescritos  por la Ley, además de  tener que pagar  otros impuestos que en el Reino del Rabbí no se impondrán. Y Jesús aclara a la pobre viuda que Su Reino no es de este mundo, e incluso   en él todos serán hermanos. La mujer está tranquila al ver los ojos serenos del Señor, que transmiten paz. Junto al Maestro están Andrés  y Santiago  Zebedeo, que  se callan y no descubren la identidad del  Señor. Mientras, los otros entran en la  casa  a saludar a Nicodemo, Jesús pregunta a la mujer si  los discípulos  podrían estar engañados creyendo  que el Rabbí sea en verdad el Mesías, y ella responde:
“No Señor, que son muy buenos y hacen muchos milagros”. Nicodemo sale fuera diciendo que dejen caer espigas en el suelo, “pues el Maestro ha dicho que quien dé, tendrá un regalo inimaginable”. No ha visto aún al Señor, que lo escucha sonriente. Cuando se da cuenta de la presencia de Jesús,  el del sanedrín se queda petrificado, recupera el aliento  y le dice:
“Maestro Santo, ¿cómo es posible  que Tú hayas venido a verme?”  Se arrodilla, se agacha en el suelo  para adorar al Señor y todos los campesinos lo imitan.  Jesús les pide que se levanten. Nicodemo se  encuentra en un arrebato de amor  hacia Su Rabbí y  continúa:
“Señor, dormí fuera de la casa  para vigilar  que todo estuviese en su punto”. Jesús lo bendice y le agradece sus desvelos de este modo:
“Bendice, Señor, todos estos campos, que den abundancia a los pobres, Mis hermanos”. Y Jesús abre Sus brazos. Nicodemo, entonces, pide al Señor:
“Señor, llamemos  a los campesinos para que también reciban Tu bendición”. Y Jesús cumple los deseos de Su amigo. Cuando estaban todos de rodillas,  Jesús les contó la siguiente parábola:
“Un hombre tenía dos hijos. Le dijo al primero, “ve a trabajar hoy a mi viña”. El hijo tenía miedo que los criados se riesen de él , así que le contestó, “no voy, no tengo ganas”. Y se dirigió al segundo para hacerle igual petición, y éste contestó que iría enseguida. Pero el primero era bueno, lo meditó y obedeció a su padre. El segundo  pensó que su padre era viejo, por lo que le desobedecería y le mentiría. ¿Quién de los dos fue el mejor? Pues ocurre igual con los hijos de Israel. Unos dicen “Señor, Señor”, y se golpean el pecho. Pero luego tienen el corazón duro. Otros sí hacen lo que el Padre quiere y son los santos  amados del Altísimo. Estos serán los justos que entrarán en el Reino de Dios.
Gran parte de Israel no creyó a Juan, que vino para conducir a todos por los caminos de la Justicia. Yo he venido a los doctos y santos, pero no Me creen, y sí Me creen los pobres, los ignorantes, los pecadores. Los primeros Me odian, los segundos Me aman. Benditos los que saben que Yo soy La Salvación eterna. Poseeréis el Cielo”. Y Jesús se despide con sus bendiciones, para descansar hasta la tarde en la casa de Su amigo...
De nuevo han emprendido el camino hacia unos campos cercanos a la costa mediterránea, por una espléndida y extensa llanura repleta de mieses. Es un mar de espigas que se pierden de la vista. Y al fondo, en el centro, la casa  campestre de José de Arimatea. Hay muchas carretas donde se amontona el trigo ya cortado. Un capataz jefe de los agricultores, Abraham, vigila que todos los trabajos estén bien controlados y realizados. Jesús se detiene entre unos árboles de laurel para observar la escena. En la casa de José hay además muchos pobres y enfermos, esperando la benevolencia del dueño. Y a todos da en abundancia, tanto, que parece multiplicar las mieses. Sólo deja una cantidad para la simiente próxima. Les habla a todos de la bondad de Dios, que se apiada de los que Le esperan.
Cuando por fin José ve al Señor sonriente, se arrodilla y se justifica, por no poderlo atender con comidas y vajillas preciosas. Pero Jesús  no da importancia a los manjares suculentos, y aprovecha para hablarles a las gentes sobre la fe:
“Habéis comprobado que la fe puede multiplicar las cosechas, cuando este deseo se inspira en el amor. Tened fe y lograréis conservaros santos con la ayuda del Señor”.
Todos creen en el Mesías. Los enfermos se van curando milagrosamente y quieren tocar al Señor y besarle Sus vestidos. Se oyen gritos de alegría, mientras Jesús se despide a descansar otra vez, después del cansancio acumulado .
A la mañana siguiente llega el sinagogo Juan, amigo de José, al enterarse que el Maestro se encontraba allí, pues tenía que consultar un asunto personal muy grave. Cuando por fin se encontró con Él, Jesús dejó que el sinedrista hablase libremente:
“Mi casa es un infierno. Mi mujer se marcha del hogar familiar.  Mi casa se destruirá, se dispersará y arruinará. Yo he cometido varios errores y mi casa es una tempestad. Satanás se introdujo para destruirlo todo. Y yo soy el culpable”. Jesús le dijo:
“Así pues, Dios hizo bien en unir al hombre y a la mujer. Y quiso una sola carne y un solo cuerpo para ambos. Y una parte no se puede odiar, ni separarse de la otra. Sólo la lepra, la gangrena o una desgracia pueden separarlas. Sólo algo muy doloroso o perverso puede separar lo que Dios quiso que fuese una unidad única. El amor, cuando es desordenado, engendra odio. Satanás se ha aprovechado de tu sensualidad y este desorden ha causado nuevos desórdenes graves. Tu mujer ha sido para ti objeto de placer, de lujuria. Tus celos, tu miedo, tu orgullo, han hecho  a tu mujer atormentada, calumniada. Pierdes una buena esposa y ganas el infierno. Tu pecado es la falta de verdadero amor, pues quien empuja a una mujer al divorcio, se pone él en peligro y pone a ella también en peligro de adulterio. Lucha por conquistar nuevamente el amor y la paz de tu esposa y tu hogar. Vete a conquistar la vida eterna. Y sé humilde. Habla a solas con ella, dile que has querido que Dios te perdone. Vete y adquiere tu dignidad”.
Hay mucho sentimiento en el corazón del sinedrista y en el de Arimatea. Están conmovidos. Pero han de descansar. En la despedida, se les oye decir:”Nos encontramos con un santo y un sabio como sólo Dios puede serlo”.
Jesús se retira a orar y a descansar unas horas. Piensa en Nicodemo, piensa en José,  pues ellos se encargarán de recogerlo en Su muerte y darle la sepultura nueva,  junto al Gólgota.

(Inspirado  en Hombre Dios, tomo VII, María Valtorta)

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