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Los gigantes de Folgado

El hombre que compraba gigantes”, la novela de Luís Folgado de Torres (Azuaga, Badajoz, 1963), publicada hace unos pocos meses por la editorial Áltera de Madrid, nos cuenta con un estilo cuidado y sobrio, la biografía de dos personajes extraordinariamente interesantes: el gigante Agustín Luengo Capilla, (nacido en Puebla de Alcocer, Extremadura, en 1849 y fallecido en Madrid en 1875),

y la del médico y antropólogo Pedro González Velasco, nacido en Valseca, Segovia, en 1815 y fallecido en Madrid en 1882. En ambos casos se trata de personajes reales y muy lejos de lo normal y bastaría con la sola presencia de ellos dos para hacer de este libro una novela inolvidable; pero el autor ha sabido acompañarlos de toda una pléyade de figuras peregrinas y tan bien noveladas que muchas veces no sabemos si se trata de personajes reales, recuperados del olvido tras ardua investigación, o simples entes de ficción creados por el narrador. A unos y a otros tenemos que añadir, aunque muy de pasada, algunas figuras estelares de la época, como el rey Alfonso XII, el político Antonio Cánovas del Castillo, el arquitecto marqués de Cubas, etc. El resultado es un riquísimo fresco de la España de la restauración, con una insistencia muy especial en el Madrid de la época, que no puede dejar indiferente a ningún lector.  
La novela arranca en abril de 1862 en Puebla de Alcocer, pueblo extremeño de 296 kilómetros cuadrados y 1200 habitantes. Allí, en una de las casas más humildes del pueblo, dos hombres, Eusebio Marrafa y Pedro Luengo, después de interminables regateos y sendos vasos de vino, están ultimando un trato. El primero compra y el segundo vende. El objeto de tal compraventa es Agustín, el hijo de Pedro Luengo, un adolescente con acromegalia, enfermedad crónica que se caracteriza por un desarrollo extraordinario de las extremidades, que Marrafa, portugués propietario de un circo ambulante, logra adquirir por la módica cantidad de sesenta mil reales, más “dos hogazas de pan blanco, media arroba de arroz, dos medidas de miel del Alentejo, una garrafa de aguardiente de Cazalla de la Sierra y dos paletas de las que se curan en Fregenal”. El trato se rubrica con un apretón de manos y entrega por ambas partes de lo acordado.
A partir de este momento la novela sumerge al lector en la vida del circo. Hay todo un desfile de personajes extraños –enanos, titiriteros, pícaros, domadores, “mujer sirena”, lanzadores de cuchillos, etc.-, cada uno con su historia y anhelos, que seducen por su realismo y veracidad. Agustín se adapta muy bien a la vida del circo que, después de las primeras añoranzas del terruño y la familia, se convierte para él en una especie del Dorado en el que, a diferencia del pobre hogar paterno, le permiten comer cuanto le apetezca. Marrafa piensa que, cuanto más coma, más crecerá y, cuanto más crezca, mayor será el éxito del número que tiene pensado para él. La primera actuación de Agustín tiene lugar en Rute, la ciudad del anís y los licores, en junio de aquel mismo año, cuando el gigante ya sobrepasaba los dos metros treinta y cinco. El número fue muy simple: lo único que Agustín tenía que hacer era salir a escena y ocultar una hogaza de un kilo en una sola mano. Al mismo tiempo un avispado locutor informaba al distinguido público del gran evento: “Están viendo ustedes al hombre más grande del mundo. Le basta una mano para ocultar un pan de un kilo de peso”. El éxito fue total. Desde ese día Agustín se convirtió en la gallina de los huevos de oro del circo ambulante. Cada noche, lleno total. Estos éxitos coinciden con el despertar de la pubertad y la dificultad del gigante para conseguir que le hagan caso las mujeres. Todo esto hace de Agustín un gigante triste que a veces se encara a Dios y le pregunta por qué lo ha hecho tan diferente a los demás.
Los éxitos de Agustín en el circo prosiguieron en continuo ascenso hasta que en enero de 1875 quiso el destino que cambiara su vida. Ocurrió que, en ese continuo deambular por ciudades y pueblos de España, el circo coincidió en Alcázar de San Juan con la visita del estadista Cánovas del Castillo, que había ido a poner la primera piedra en la gran estación de ferrocarril que proyectaba el Gobierno en aquel pueblo. Aunque al prestigioso político no le interesaba lo más mínimo el espectáculo circense, animado por el alcalde del pueblo, accedió a ir a la función de aquella noche. Cuando vio al gigante, que ya había llegado a los dos metros 45, pensó que al rey podría interesarle ver tal monstruo de la naturaleza. A la mañana siguiente un emisario del Gobierno llegó al circo con la correspondiente invitación. Agustín vivió unos días que iban de asombro en asombro. El primer asombro fue el viaje de Alcázar de San Juan a Madrid en un vagón de lujo, el segundo la capital de España, con sus farolas de gas, sus cafeterías y escaparates suntuosos y, el tercero y más llamativo, el palacio real, donde él, en presencia del rey Alfonso XII y toda una selección de cortesanos, realizó su numerito de la hogaza.
Entre los invitados del rey había un médico, el doctor Velasco que, al terminar el acto, le pidió a Agustín que pasara por su casa. Al día siguiente Agustín se encontró con algo que ni en sueños hubiera podido imaginar: el médico le daba tres mil pesetas con tal de que, el día de su fallecimiento, su cuerpo fuese para él. Era como si le hubiese tocado la lotería, pero sin molestarse en comprar ningún número. Mucho más perceptible si tenemos en cuenta que el jornal de un bracero de la época era de una peseta con diez céntimos al día. Huelga añadir que aceptó. Ante notario el médico le pagó la mitad y el resto quedó diferido a razón de dos pesetas con cincuenta por día. Agustín se sintió rico, dijo definitivamente adiós al circo y se dedicó a visitar prostíbulos y tabernas. Sus borracheras fueron tan descomunales que muchas noches ni siquiera lograba llegar al cuartucho que había alquilado y dormía la mona tirado en la calle.
Mientras Agustín se va hundiendo más y más, entre borrachos y putas, siempre en pos de un amor que no llega, el lector va conociendo los recovecos del otro personaje, el doctor Velasco, un genio loco, que se había especializado en el difícil arte de embalsamar cadáveres. Su última gran hazaña en este trabajo la había realizado con el cadáver de su única hija Conchita, muerta de fiebres tifoideas y una sobredosis de medicación por él recetada. Había conseguido tal perfección en el embalsado que la chica incluso podía mover los brazos y piernas. Esto le permitía sentarla a la mesa cada vez que invitaba a almorzar al antiguo novio de la difunta…
Pero como ya he señalado antes, Luís Folgado no se limita a ofrecernos la biografía, más o menos novelada, de estos dos hombres de excepción. El libro bucea también en la vida nocturna del Madrid de entonces, en los adelantos de la ciencia fuera de España  –interesantísimo lo que nos cuenta de Faraday-, en el bandolerismo que infectaba las sierras de Andalucía, en la ignorancia del pueblo llano y el clero, en la corrupción y abusos de poder de los políticos de entonces que tanto se parecían a los de ahora. Valgan como ejemplo de esto último estas líneas que copio de la página 170:
“El trazado ferroviario estaba lleno de curvas innecesarias, diseñadas a capricho de gerifaltes locales que a su vez pretendían dar gusto a los caciques de la zona ilusionados con tener un ferrocarril a los pies de sus cotos de caza”.
El libro, aunque la mayor parte de su acción transcurre en Madrid, también tiene un capítulo que sucede en tierras granadinas, concretamente en Motril. Un Motril entrañable, de playas vírgenes y casas familiares, aún no hollado por promotores y arquitectos –faltaba casi un siglo para que estoas depredadores comenzaran a hacer de las suyas-, que en nada se parece al Motril actual.
No quiero terminar este comentario sin aludir al último atractivo de esta novela: la inclusión de ciertas expresiones, ayer muy corrientes y hoy casi muertas, que el autor siempre acompaña de la correspondiente explicación a pié de página. Valga de ejemplo “ir de picos pardos”. Ésta es la explicación:
Ir de juerga con mujeres de la vida licenciosa. Una ordenanza de Carlos III (siglo XVIII) obligaba a las meretrices a llevar faldas oscuras de cuatro picos. Éste parece ser el origen de la frase. Hay sin embargo otras versiones menos verosímiles.
Un libro, en suma, que nos ayuda a conocer un poco mejor nuestro pasado y, de soslayo, a comprender nuestro polémico presente.

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