Cualquier observador de nuestra realidad lingüística –de un tiempo a esta parte sobre todo- seguro que no ha dejado de advertir en ella un hecho: la gran riolada de eufemismos que la invade. Aunque, deteniéndose a considerar, posiblemente esta impresión provenga no tanto de su número como de su calidad.
Esta figura de pensamiento, cuyas fuerzas motrices son de tipo sicológico y fundamentalmente social, por descontado, es un viejo recurso de las lenguas. De entre los autores que la han estudiado, quizá el más conocido sea Carnoy. Por lo que respecta al español peninsular e isleño, dejando aparte algunos conocidos artículos –la famosa obra de Charles E. Kany se centra en los eufemismos hispanoamericanos-, desde hace tiempo se echa en falta un gran estudio sobre el tema.
Según A. J. Carnoy, las causas por las que puede originarse un eufemismo son:
1)la evitación de una palabra vulgar,
2)el ennoblecimiento o dignificación profesional,
3)el respeto hacia el interlocutor o sujeto al que se alude,
4)la atenuación de una evocación penosa y
5)el tabú social, religioso, moral, etcétera.
Su objetivo, obviamente, en mayor o menor grado: suavizar o enmascarar la realidad.
De todas estas causas, en lo que al español actual se refiere, son especialmente productivas la segunda y la cuarta.
Se podrían aducir infinidad de ejemplos:
negro: (persona, individuo o ciudadano) de color,
albañil: trabajador de la construcción: “Liz Taylor, en su día, contrajo matrimonio con un trabajador de la construcción”. (Recordemos de pasada a este respecto, aunque la motivación no fuera ciertamente de tipo eufemístico, el famoso rebautizo que en nuestro país tuvieron hace años aparejadores y peritos. “ennoblecidos”, vueltos arquitectos e ingenieros técnicos de la noche a la mañana).
subida de precios: reajuste de tarifas,
cárcel: establecimiento o centro penitenciario,
preso: interno,
reformatorio/ correccional: centro de reforma o de acogida,
asilo: residencia de ancianos (aunque, ciertamente, no todas las residencias de ancianos son asilos).
Hay dos de estas expresiones, desde la primera vez que las oí, particularmente enojosas: invidente y tercera edad. Esta última en especial, según me consta, también suele repeler a buen número de integrantes de este colectivo. Alguien en alguna ocasión ha contado cómo en la cola de una entidad bancaria, hace unos años, le fue dado presenciar el incidente protagonizado por un hombre al que amablemente se le quiso ceder la vez en gracia a esta doble condición: “Mire usted –dijo encolerizado, recalcando los términos utilizados por la persona que había tenido el detalle-: yo no soy ni “ invidente” ni de la “ tercera edad”, sino un ciego viejo”. Curiosamente, este eufemismo de “tercera edad” se crea en la –sin lugar a dudas- época de la historia que más ha marginado a la vejez: la actual; o tal vez por ello. (No estaría de más ahora recordar unas palabras de Julián Marías: “A la devoción transpersonal a los padres llamaban los latinos pietas, piedad. Y pensaban que sin ella no hay ciudad, estado, convivencia, es decir, patria”).
De que, con relación al primer término, invidente, los propios afectados en modo alguno atenúan su situación tenemos una rotunda prueba día tras día: el acrónimo ONCE.
sirvienta/ criada: chica de servicio, empleada de hogar,
basurero/ vertedero: planta de almacenamiento de residuos sólidos urbanos,
aborto: interrupción voluntaria del embarazo,
pérdida (en cualquier sector económico): crecimiento negativo,
minusválido: discapacitado,
moderación salarial: recorte,
paralítico/ tullido/ cojo: impedido,
retrete/ excusado: servicio,
cáncer: larga enfermedad, etcétera, etcétera, etcétera.
Además de por su, en mayor por menor medida -quiérase reconocer o no-, inherente hipocresía, por lo irrisorias que en su casi totalidad resultan y, en el caso de las profusas y espantosas perífrasis o de la socorrida estructura de sustantivo + complemento preposicional, por el despilfarro lingüístico que suponen, entiendo que lo mejor que podría hacerse con estas expresiones sustitutas –o al menos con gran parte de las mismas- sería desterrarlas cuanto antes: volver a llamar a las cosas por su nombre, recuperar para nuestro vocabulario término tales como viejo, vejez, preso, cárcel, albañil…, hoy casi totalmente relegados; en resumen, reivindicar ni más ni menos que “la palabra justa”, como decía aquel personaje del relato “La palabra sagrada” del mejicano José Revueltas, en el que una muchacha, sorprendida en pleno acto amoroso con su amante, finge estar siendo violada. En el hospital, adonde fue trasladada para ser reconocida, con la esperanza por parte de la familia de que “no hubiese ocurrido lo irreparable, de que las cosas, en última instancia, se hubiesen consumado a medias”, una tía de la joven se inclinó sobre la cama para decirle: “Llora, hija mía, descarga tu alma, a mí no me engañas. ¡Llora, pequeña puta desvergonzada, llora que yo no te traicionaré!”.
La narración concluye así:
“Alicia sonrió con cierta alegría casi involuntaria. Sobre toda la superficie de la tierra, la única persona capaz de descubrir con una sola mirada su secreto, era la tía Ene (…), quien había pronunciado al fin a su oído la palabra justa, una de las cuantas palabras sagradas que tiene el lenguaje humano para expresarse”.
Por este afán eufemizador precisamente, en alguna conocida traducción, entre otras, se han llegado a producir traiciones tales como, para almorrana, recurrir al hiperónimo tumor: taimada forma de adulterar el mensaje original difuminándolo, de defraudar al lector mojigata e irresponsablemente. Intolerable.
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