Tres son los contenciosos de la política exterior de España, que se citan por el orden de su presumible resolución: Sáhara Occidental, Ceuta y Melilla y Gibraltar. ¨Hablando una vez con un viejo gibraltareño me decía que Ceuta y Melilla serían algún día marroquíes pero que Gibraltar seguiría siendo británico¨, escribe un subsecretario de Exteriores con el franquismo que se ocupó del tema. Sea como fuere, el criterio que yo vengo adoptando en mis publicaciones como orden de análisis en esta batalla de los tres contenciosos, que es el título de un reciente libro mío, es el de su entidad, el de la mayor o menor unanimidad al calibrar su atingencia al ser histórico español, por lo que el cuadro queda exactamente al revés: Gibraltar; Ceuta y Melilla; y el Sáhara Occidental.
Innecesario añadir que en Gibraltar, España actúa como demandante; en Ceuta y Melilla, como demandado; y en el Sáhara, a ambos títulos, por la presión sincrónica y divergente de marroquíes y saharauis y, sobre todo, por su propia, ineludible responsabilidad.
Todo ello da un cuadro de estrategia que permitiría formular la siguiente proposición: De los tres contenciosos, sin duda el que más difícil enfoque presenta es el de Ceuta y Melilla, porque en los otros dos parecen estar claros los infractores -Marruecos en el Sáhara Occidental- y responsables –Inglaterra respecto de Gibraltar- siendo por tanto a ellos a los que correspondería destrabar la situación.
Ciertamente la atipicidad internacional de España viene dada por la subsistencia del problema colonial, connotación que si bien comparte con media docena de Estados, hace del país, junto por supuesto con Gran Bretaña, el único donde la obligada resolución del expediente se presenta todavía, ya en el tercer milenio, de forma incompleta e insatisfactoria. Podría sorprender que una nación que figura entre las fundadoras del derecho internacional por varios conceptos, comenzando por la incorporación del humanismo al derecho de gentes, no haya logrado desbloquear, no ya resolver, su complicado dossier de litigios.
La explicación parece simple y sobrepasa el marco jurídico para inscribirse abiertamente en el ámbito parapolítico, ya que en los tres contenciosos inciden diversas servidumbres de la política exterior, amén naturalmente de algunas de las imperfecciones del derecho internacional, todo ello nucleado por un factor geostratégico que faculta para lecturas del siguiente tenor: ¨Ningún estado permitirá que un mismo país detente las dos orillas del Estrecho ¨, en la aproximación alauita, que constituye el punto central de su doctrina táctica, completada con el corolario ¨cuando Gibraltar sea español, Ceuta y Melilla volverán a Marruecos¨, invariable leitmotiv desde el vecino del sur. Asimismo, tras el dato de coincidencia geográfica de los dos principales contenciosos en un área hipersensible, también se presenta automática la conexión rabatí con el tercero: ¨La reivindicación de las ciudades españolas depende en buena medida de la resolución del asunto Sáhara¨ , que al mediatizarlo, prácticamente, introduce un elemento añadido de alta complicación para la ingeniería diplomática de la zona.
En el tan intrincado como obligado iter hacia los desenlaces, regidos en el desiderátum por la armonía bilateral y trilateral, en la delicada búsqueda de la localización del interés nacional en los tres contenciosos y en cuáles son sus relaciones con los principios, con el derecho, con el jus cogens, hay que ir a salidas realistas, factibles, es decir, se impone la realpolitik.
Pero ante todo, en este perceptible lubricán del ajedrez diplomático español, donde increíblemente todavía parece que está sin decidir si España juega con las piezas blancas para llevar la iniciativa o prefiere defenderse con las negras (como se ha dicho con frase elocuente, ¨parece que las principal preocupación de los distintos gobiernos que se vienen sucediendo en España es evitar que les estallen bajo los pies¨) se trataría de convenir que la idea-guía por la que deben de moverse las figuras en este tablero diplomático a cuatro jugadores por lo menos, se sitúa en el marco de la ética y por eso, la mejor jugada sería la aceptación de tan cardenal principio, que permite ennoblecer a las en ocasiones denostadas relaciones internacionales.
Sentado lo anterior, lo primero que hay que tener claro, ya en un plano inmediato, son las posiciones de las partes para que la partida resulte congruente. Viene esto a cuento porque el titular que, sin duda, inadvertidamente se ha puesto a unas recientes declaraciones mías, ha resultado un tanto equívoco, provocando una avalancha de comentarios, en buena parte sorprendidos, a lo largo y ancho de la zona afectada. Quien defiende que ningún Estado permitirá que España detente las dos orillas del Estrecho y, por consiguiente, que las ciudades pasarían a Marruecos cuando España recupere Gibraltar, y como ya ha quedado explicitado, es Rabat, no yo. Nunca, durante casi medio siglo ocupándome de los contenciosos y diferendos de la diplomacia española, lo he mantenido. Ni eso ni nada parecido. Es más; a efectos de ponderar debidamente la bondad de la tesis, me he permitido apostillar en mis publicaciones, que quizá con España en la OTAN, el punto de vista alauita pudiera ser susceptible de segunda lectura.
La paternidad del mencionado principio geopolítico se le atribuye a Hassan II, a la búsqueda -a falta de argumentos técnicos en los planos jurídico, histórico, administrativo y poblacional- de la vía política, pivotando aquí sobre la geostrategia. El anterior rey de Marruecos, que me hizo el honor de recibirme varias veces en privado, siempre se manifestó como un consumado maestro en la táctica de la coyuntura, y yo le rendí homenaje en sus funerales como el gran dosificador de los tiempos con España, que posiblemente sea el término con mayor carga en la pura relación diplomática.
(*) Diplomático. Embajador de España.
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