Categorías: Opinión

Los chalecos de Maruja

Decía mi suegra que el hombre tiene siete chalecos puestos y el último no se lo quita ni su padre. Es fácil de colegir de la sentencia de mi suegra que se conoce al hombre hasta cierto límite, de ahí no puedes ir más allá porque él no te lo permite. Me he acordado de Maruja, mi suegra, excelente mujer, por cierto, cuando estaba leyendo la colaboración “Buenos días” del señor Abdelkader Mohamed, de ADESC. En ese escrito se hace referencia a una anécdota contada por el escritor Juan Goytisolo. Para que el amable lector no se extravíe he aquí la anécdota: Goytisolo estaba dando una conferencia en Granada sobre Marruecos y en el descanso se le acercó un señor y le dijo que había vivido 30 años en Larache y no había conseguido comprender la mentalidad de los marroquíes, a lo que el escritor le preguntó si sabía decir buenos días en árabe. Comoquiera que el ciudadano le contestó que no, que no sabía, Goytisolo le dijo: “Hizo usted poco por comprenderles”. Hasta aquí la anécdota. Tal vez lleve razón el escritor Goytisolo, pero me temo que conocer el idioma sea condición necesaria, pero no suficiente, pues puede que hagan falta otros condicionantes para que un conocimiento más completo tenga lugar, y más en el caso de los marroquíes –y por extensión de los arabo-musulmanes–. Trayendo aquí lo que decía mi suegra de los chalecos de los hombres, en el caso de los arabo–musulmanes su muy particular religión es su ‘último chaleco’, pues el islam no es sólo una religión monolítica, sino también una ideología política con su propio código jurídico y de costumbres. No se trataría en todo caso del conocimiento del idioma, que también, sino de la mentalidad de los individuos, mentalidad que está sometida a ese código religioso-jurídico-costumbrista, por así decir.
Me temo que los ciudadanos ceutíes no musulmanes han desarrollado cierta distancia y desconfianza hacia sus conciudadanos musulmanes debido, principalmente, en un caso, al asentamiento ilegal por aluvión procedente de Marruecos de individuos extraños a la ciudad que han conseguido su naturalización, individuos que no han desarrollado la lealtad debida al país que les acoge ni a la ciudad en la que se asientan, ni, obviamente, a los ceutíes. Este hecho los ha vuelto desconfiados hacia los recién llegados del país vecino. Por otro lado, los ceutíes musulmanes de varias generaciones en la ciudad han desarrollado un discurso victimista –de ahí la proliferación de la palabra “racista”– y acaso hayan sido incapaces de generar un debate en virtud de una responsabilidad. Los ciudadanos ceutíes de religión musulmana, en general, poseen un endeble –por no decir que carecen de él– espíritu crítico. Y, por tanto, cualquier crítica que se haga a su colectivo –valga esta palabra– es tomada como una descalificación y un ataque directo al conjunto. El espíritu crítico permite descubrir y superar errores y constituye una fuerza del progreso de las personas y de los pueblos. Kant decía que no es posible ni deseable conocer el mundo sin una previa crítica.
Tras unas oscuras y rocambolescas vicisitudes, tres ciudadanos ceutíes marcharon a Siria para poner en práctica la ‘yihad’, a combatir contra el tirano por la defensa de sus hermanos musulmanes. Parece que las fuerzas vivas de la ciudad –partidos, autoridades gubernativas y locales y religiosas– quieren pasar página. Incluso, las familias de los fallecidos piden que se zanje cuanto antes el asunto, he ahí su pudor a hablar públicamente de ello.  Es inconcebible que un hecho gravísimo –que no sólo afecta a los ciudadanos musulmanes, sino a todos los ceutíes– no haya sido debatido hasta sus últimas consecuencias. Los no musulmanes quieren creer que es algo muy particular y delicado de la comunidad arabo-musulmana y se desentienden de ello, y estos –los musulmanes– parece que sienten algún tipo de pudor a hacer público y a reconocer que tres de los suyos han sido fanatizados por alguna secta en pleno siglo XXI y se han ido a pegar tiros como si de las Cruzadas medievales se tratara, dejando viudas jóvenes e hijos pequeños. Y dolor tras ellos. Seguro que muchos otros musulmanes comulgan –eso es lo grave– con lo que hicieron estos tres conciudadanos ceutíes. Este hecho, este oscurantismo, este fanatismo religioso, es incomprensible para el común de los no musulmanes –aunque supieran el idioma–, y menos que haya otros que aplaudan este tipo de acciones. Todo eso agranda, obviamente, la brecha del entendimiento entre comunidades. Ahora sólo cabe sacar enseñanzas de un hecho como este, y explicar, sobre todo a los más jóvenes, que acciones como estas son una locura fanático-religiosa, consecuencia, pues, de un exceso de religión.

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