Categorías: Opinión

Locos de atar

El ciudadano occidental no entiende, es incapaz de entender, el comportamiento deleznable y miserable de muchos, muchísimos, islámicos cuando ingresan en las sociedades occidentales. Vienen huyendo de unas sociedades en las que la miseria, las autocracias, la intolerancia, el fanatismo y la falta de libertades de todo tipo hacen que sea imposible concebir la vida siquiera medianamente tal y como lo hacemos aquí en esta parte del mundo. En esos países árabo-islámicos, como alguien ha escrito, sólo se producen estallidos demográficos, y no tienen más que el islam para saciar su hambre. Una vez llegados e instalados aquí, muchos, muchísimos, de ellos optan por radicalizar sus posturas frente a la sociedad que los acoge. Asumen una actitud de permanente conflicto con la sociedad en la que se ven inmersos. Se diría con una actitud resistente contra los presupuestos democráticos que conforman esa sociedad. Hacen de su religiosidad una identidad que en no pocos casos oponen violentamente a esa sociedad de acogida. Esta postura les lleva a recorrer un camino que conduce desde la simple fe musulmana hasta el extremismo religioso con la legitimación del terrorismo de matiz yihadista, pasando por lo que se ha dado en llamar el islamismo político, es decir, el islamismo convertido en ideología política. Todo esto lleva implícito, entre otros, el proselitismo religioso y el rezo ostentoso en las calles de las ciudades occidentales. A este respecto, acertadamente nos  recuerda J. Updike que un exceso de religión enloquece. A algunos, es cierto, los vuelve locos de atar. Esas comunidades suelen hacer ruido, mucho ruido, no pasan desapercibidas en el tejido social. El gueto los fagocita y los mantiene, junto con las parábolas y los viajes baratos, en permanente contacto con sus países de origen, aunque sea una generación nacida ya en suelo occidental, y se suele contraponer la cultura de los países de origen a la cultura de la sociedad de acogida, apareciendo ésta como perdedora en todos los aspectos de la comparación.
Los más jóvenes suelen caer en la anomia cultural e identitaria: ni son de aquí ni son de allí. Muchos, muchísimos, de ellos nunca llegarán a entender que lo que hace específico a Occidente habría que buscarlo en el legado de su milenaria historia de la que ha surgido, eso sí, esa manera de ver el mundo que lo caracteriza, manera que no resulta fácil de asimilar para quienes tienen tras de sí una tradición cultural distinta, como la islámica. Muchos, muchísimos, pasan por las universidades occidentales, pero, lamentablemente, esas universidades no pasan por ellos. Se quedan en la epidermis del tejido universitario.
Ciertos organismos y estamentos tales como la Fundación Elcano, CNI, Faes, la revista Atenea y, recientemente, la Universidad de Granada (UGR) sacan periódicamente a la luz informes sobre el peligro de desestabilización de las sociedades occidentales debido a la creciente radicalización de jóvenes musulmanes que viven en las ciudades de los países occidentales. La Universidad de Granada ha sido la que ha puesto en circulación un estudio siguiendo el modelo de investigación científica y, por tanto, alejado de la mera especulación intuitiva, tal y como se recoge, y se puede leer, en este diario el pasado día 22. En ese estudio se hace hincapié en adoptar unas cautelas para que los jóvenes musulmanes no caigan en la tentación de radicalizarse religiosamente y den legitimación al terrorismo yijadista. En verdad, un interesante estudio que aparece apenas esbozado en la información de El Faro del martes pasado. En este informe se ha hecho una evaluación  en profundidad del riesgo de radicalización en cuatro contextos de gran interés estratégico desde el punto de vista de la seguridad: el barrio del Puche, en Almería, Ceuta y Melilla y varios puntos de la provincia de Barcelona (Vic, Manlleu y el barrio del Raval). Por lo que a nosotros los ceutíes nos concierne estamos avisados.
Ante este estado de la cuestión, el común de los ciudadanos parece que hace caso omiso del peligro que se cierne sobre nuestras sociedades y parece vivir en el mejor de los mundos. Nada le turba, nada le preocupa, salvo cuando los inmigrantes islámicos, que lentamente se han ido instalando casi imperceptiblemente, van tomando, debido a su número, carta de naturaleza en el barrio o en el pueblo, entonces surgen problemas derivados de la convivencia diaria y es en ese momento cuando el ciudadano toma conciencia de que ya no son los de antes, ahora hay gente extraña que exige, en primer lugar, un habitáculo para sus rezos, y ahí surgen los problemas de rechazo para construir mezquitas. Unos, los autóctonos, y otros, los que llegan, radicalizan sus posturas y aparece el inevitable enfrentamiento.
Difícil empresa es hacer, pues, que gente en exceso religiosa encuentre acomodo en un estado laico.

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