El Papa Paco sorprende a diario. Su última recomendación ha sido que sacudan en las azoteas vaticanas las mullidas y ostentosas alfombras y, aunque era lógico esperar basuras de siglos, ni se imaginaba que bajo de ellas pudiera concentrarse tanta inmundicia. Por su bien, confiemos que no termine enrollado en una y lo arrojen al Tíber. Reincidir en infusión para dormir sería escandaloso para sus enemigos, que ya los tiene entre los suyos.
El Papa Paco, que parece no tener miedo, también quiere darle oportunidad de cambio a su gran rebaño, de ahí que le invite a que en adelante tome como divisa las palabras evangélicas de “quien esté libre de pecado...”. Los corderos que lo sigan, estarán con él; los reticentes y adictos a viejos protocolos, los dará por perdidos y que los lobos se den el banquetazo. No es una actitud muy cristiana, pero, al menos por escarmiento, merecerían, no que los descuartizaran, sino que les dieran un asustillo.
Y es que el “vivo sin vivir en mi”, fórmula del desasosiego místico, se está abriendo paso con distinto significado, aglutinando a un clero rebelde, trasnochado, servil con los poderes políticos, todo aquello que ahora, con este Papa, temen perder: altanería, prepotencia, faltada de humildad. La Iglesia española sabe un rato de todo esto, pues lo viene disfrutando desde que se hacía paladín del nacional-catolicismo, del que algunos en estos momentos se sienten sus epígonos. ¡Ay de aquellas amenazas como: “os espera el Purgatorio”, o bien “ arderéis en el infierno y os convertiréis en garrapiñadas para Satanás”! Discursos amedrentadores para una juventud, como fue la nuestra, que vivía la existencia como un reto en el que siempre éramos vencidos por el pecado y castigados con el fuego eterno.
Mas la recompensas sobrenaturales con las que se ha mantenido engañada la sociedad, tomó otros derroteros y todas aquellas amenazas se han convertido en meras martingalas que caen en saco roto. Al menos esa es la postura de una vecina de la pedanía malagueña de San Luis de Sabinillas, recogiendo firmas para que el Obispo aleje del pueblo al actual párroco. Mil quinientos han sido los firmantes. Casi todo el pueblo. ¿Y qué es lo que no les gusta? Pues que don Nicolás, que así se llama el servidor de Cristo, además de los consabidos consejos claveteados en la puerta de la iglesia (faldas por debajo de las rodillas, mangas hasta las muñecas o nada de escotes), reflexiona sobre su incomprensible actitud, especialmente en los entierros, en los que ha prohibido los llantos de los dolientes (“Dejad de gemir... el que está aquí de cuerpo presente, no dudéis que ha merecido la muerte por ser un gran pecador”); o, como sucedió en el funeral de una niña de apenas diez años, cuando le advirtió a los padres que él sabía lo que iba a ocurrirle, y que en ese momento “ya se la estaban comiendo los gusanos”. Inaudito, tanto como poner en las misas de difuntos, villancicos flamencos.
Trinidad Campos, la recolectora de firmas, sin ser cristiana practicante, ha prometido que si logra que el sacerdote se vaya, además de vestir el hábito de la Virgen del Carmen, retornará a la iglesia y durante un año irá descalza los domingos y fiestas de guardar. Pero mucho más me ha interesado conocer la estrategia detectivesca que han puesto en marcha los jóvenes del pueblo, ansiosos de conocer el tipo de drogas que ha estado tomando el cura, pues de lo expuesto se evidencia que supera al tripi que corre por las discotecas los fines de semana.
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