Como tocaba cuando a una persona le pillan las elecciones fuera de su hogar, solicité ejercer por vía postal mi derecho al voto, en esta ocasión más obligación de ciudadano. Entre mi solicitud tardía y el colapso lógico a la hora de recibir la papeleta, me encontré en la oficina de Correos la última tarde y a última hora y, claro, la cola era exactamente de ochenta y tres personas. Como esta vez no iba muy convencido a votar porque el panorama político, sea del color que sea, no es de mi agrado, ese estado de ánimo y la tienda de campaña que parecía que iba a tener que montar allí para enviar un sobrecito hizo que decidiera olvidarme del asunto, irme por donde llegué y no perder un solo minuto más de mi vida en aquello; no es un gesto del que sentirse orgulloso, pero si no soy del todo sincero me parece que el testimonio carece de valor. Entonces ocurrió algo.
Justo delante de mí había un muchacho de unos veintipocos con la papeleta fuera del sobre, expuesta sobre la mano izquierda, y a su lado el documento de identidad. Con la mano derecha sostenía el teléfono móvil con el que se grababa a sí mismo en un “acuse de recibo” metiendo la papeleta y entregándola al empleado que se encargaba de la gestión. La grabación incluía un instante enfocando su propio rostro para cualquier comprobación de que la foto del DNI se correspondía con la persona que votaba.Habían asegurado por televisión el día anterior que unos desalmados aprovechaban las elecciones para comprar el voto por Internet por una suma cercana a los cien euros, y recuerdo que pensé sin más “hay gente para todo”, pero verlo directamente me causó gran impacto y un irracional, extrañamente visceral deseo de defender la democracia que arropa un proceso electoral que ya he comentado no me tenía entusiasmado, lo cual no deja de resultarme todavía llamativo.
Ver la desfachatez con la que actuaba aquel tiparraco que ignoraba las caras censuradoras de los demás, y al que la ausencia de pruebas de lo que estaba haciendo con exactitud le otorgaba cierto porte chulesco de impunidad, me impulsó a no abandonar la cola, y ya que no podía evitar lo que estaba viendo, la no se si absurda idea de participar con mi voto libremente para “contrarrestar” aquella opinión contagiada por intereses particulares me hizo pasar allí horas hasta que llegó mi turno. Fue una reacción insólita en alguien que se tiene como bastante templado y descreído en asuntos políticos, pero el caso es que me sentí mejor, y me abandonó esa sensación de no formar parte de nada que me mordisqueaba los adentros cuando sopesaba mi no participación cívica y social.
Es verdad que a veces tenemos que ver atacado de la manera que sea lo que tenemos para que seamos conscientes de que en realidad nos importa, y no se me ocurre nada más opuesto a la democracia que disponer de tu voto y del de otra persona porque posees dinero para pagarle por ello. No merece la pena discernir cuál era el partido político que había conseguido la “confianza de este fiel seguidor”, porque supongo que sería bastante injusto por mi parte, pero si triste es vender tu voluntad al mejor postor, repugnante es la palabra que se me viene a la cabeza cuando pienso precisamente en el postor que ejerce el poder que tenga para someter la opinión de los demás. Creo que se trata de una por fortuna anecdótica historia de trastienda que merecía la pena compartirse.
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