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Llueve sobre Santiago

Es una verdadera lluvia fina, caladera, incesante, persistente y tenaz la que, a diario, nos empapa a todos. Esta situación, a la que se empeñan en etiquetar como crisis, no es sino un verdadero cataclismo social de brutales dimensiones. Está en marcha un implacable mecanismo infernal que nos va a devolver, en muy poco tiempo si no lo remediamos (poca pinta tiene de lo último), a épocas muy pretéritas en las que la protección social sólo se encontraba en las reivindicaciones de los utópicos.
Esta milimétrica y orquestada vuelta a las cavernas está logrando, con notable y visible éxito, una paralización absoluta de quienes padecemos este frontal y diario ataque. El miedo, siempre el miedo, está consiguiendo una actitud impensable hace tan sólo diez años en un país en el que se superan ya los doce millones de pobres, los tres millones de ciudadanos en situación de pobreza extrema o los seis millones y medio de parados, y eso siempre según fuentes oficiales, claro. Evidentemente, todo esto nos hace temer que las cifras estén muy por debajo de la cruda y dura realidad. Por ahora, el análisis de los que mueven los hilos podría ser así de simple: mientras funcione el tinglado, seguimos haciendo caja con absoluta impunidad; al fin y al cabo, nadie, o casi nadie, se opone.
Si bien los planteamientos no son tan simplistas para con la ejecución y el diseño, sus consecuencias sí. Como quiera que quienes debieran representar nuestros intereses están más preocupados en defender los suyos, frente a la poderosa maquinaria económica sólo se encuentran testimoniales oposiciones que, más pronto que tarde, nadie dudará en desprestigiar. Ada Colau, portavoz de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), es buena prueba de ello; aquí, todo vale para eliminar cualquier atisbo de resistencia, cualquier llama de oposición que no sea la que marcan los cánones, cualquier pensamiento contracorriente. Así, estamos asistiendo a una verdadera vuelta al estilo decimonónico en el que el poder económico tiene, prácticamente (y sin el prácticamente) derecho sobre la vida y la muerte de los ciudadanos. Tal cual.
Falta poco pues, no lo duden, para que los críos vuelvan a trabajar en las minas o similar… y no se preocupen, si han encontrado una fórmula para que “aceptemos” el hecho de jubilarnos a los 70 años, bien encontrarán la manera de convencernos de cualquier otra cosa; y si no, al tiempo… corto, eso sí.  De hecho, y en esa misma línea, no lo han tenido demasiado complicado para que cedamos en materias tan fundamentales como la Sanidad, la Educación o los servicios públicos en general. Se comulga con el concepto de normalidad a la hora de comprobar que faltan sanitarios o que los niños, cuyos padres no pueden permitirse un colegio de pago, se amontonen en aulas en las que un docente apenas logra impartir la materia. Si hemos tragado con lo que se le debe enseñar a nuestros hijos, ¿qué no estamos dispuestos a soportar con tal de alcanzar de nuevo el sueño de Eldorado social, ése que nos dejan entrever, ése que, un día, devolverá pensiones y pagas extras, entre otros?
El problema radica en que lo que se ha conocido como Estado del Bienestar europeo estaba basado en dos pilares fundamentales: el primero era, sin ningún género de dudas, una movilización social que, de forma consciente, logró derribar barreras más allá del aumento de sueldo. El segundo fue la existencia de un contrapeso ideológico/político/militar llamado Unión Soviética que, lejos de ser un paraíso de la Democracia (repetir, una vez más, que se trataba de una dictadura pura y dura que masacraba a los ciudadanos –como todas las dictaduras– se me antoja ya reiterativo, por muy exacta que sea la descripción) supuso el espantapájaros necesario para el desarrollo de las teorías socialdemócratas.
¿Y ahora qué? Una vez desaparecido el fantasma del Pacto de Varsovia, se esfuma el miedo de las clases dominantes a que los contestatarios encuentren, allende los Urales, un hipotético calor necesario para sobrevivir. Así pues, tan sólo queda ya deshacerse de las conquistas sociales. Aquí es donde interviene la importancia de la palabra “crisis”.
Un día, y a pesar de haber podido ser salvados por las autoridades monetarias de los Estados Unidos, se hunden unos bancos llevándose consigo los ahorros de millones de ciudadanos provocando, oportunamente, un efecto dominó que, cual tsunami, arrasa sin piedad lo que encuentra a su paso. Lógicamente, esa falta de dinero provoca un cierto colapso de la economía, algo que, en nuestro país, se amplifica al salpicarse esta ya difícil situación con unos embrollos cruzados cuyo tufo a corrupción se ha tornado insoportable. En España, el caso Bankia es fiel exponente de ello; debido a maniobras puramente políticas, una de las cajas más sólidas del país, se vio obligada a absorber a varias entidades crediticias controladas por gobiernos afines (o sea, del PP), aunque con graves y más que conocidos problemas de solvencia. El resultado es de todos sabido… y quién lo está pagando, también.
Pero más allá de estas “anécdotas” (el caso Bankia no deja de ser una ínfima parte del engranaje de la crisis), la situación que estamos viviendo está consiguiendo un verdadero desarme democrático. Apenas quedan voces discordantes que osan contradecir el catecismo neoliberal, nadie (o casi nadie) se atreve a levantar la voz o significarse; poco a poco, y aprovechando nuestras preocupaciones para poder pagar la hipoteca o simplemente comer, se está instalando un verdadero estado de terror en el que se nos induce a cobijarnos en la concha para evitar problemas mayores.
Ese mismo sistema es el que está consiguiendo que, medida a medida, logremos “comprender”, y hasta justificar, la bota que nos aplasta; el “es necesario para evitar males mayores” se traduce en el lenguaje de la calle en un “podría ser peor” que, se puede comprobar fácilmente, aniquila cualquier atisbo de razonamiento mínimamente crítico.
Evidentemente, algunos de estos análisis tienen parte de razón: podría ser peor… y tanto que sí. En Grecia, los docentes denuncian que muchos de sus alumnos caen desvanecidos de inanición en clase; la falta de comida en la nación helena está siendo endémica. Claro que podría ser peor… y vamos camino de ello. Pero para conformarnos, para mermar aún más las posibles reacciones, nos vomitan todo tipo de informes y datos que, si bien sabemos de antemano que son falsos, nos insuflan una cierta dosis de falso optimismo que nos ayuda a seguir sin protestar, como esa zanahoria que, colgada delante del caballo, impulsa al equino a seguir cabalgando sin fin, aun cuando jamás logra alcanzar su objetivo. Recuerden, la crisis era, con Zapatero, tan sólo una deceleración económica. Después, todo se iba a acabar con la llegada de Rajoy a la Moncloa. Posteriormente, cuando el “efecto Rajoy” se fue al traste, se nos dijo que en el año 2013 veríamos la luz y ahora se nos asegura que, si seguimos con los esfuerzos (eufemismo que significa otra tanda, una más, de recortes) la solución llegará en 2014. Dicho de una forma más cruda, aquí, Al Sur del Edén, nos toman por gilipollas… y lo peor es que nosotros lo aceptamos sin apenas rechistar.
Mi mañica preferida, muy versada ella en este tipo de análisis, afirma que “si seguimos así, y esa vía estamos tomando, en muy poco tiempo no habrá nada que defender… pero ellos sí podrán seguir atacando porque no encontrarán ninguna oposición, y si algo tengo claro –recalca– es que no se van a privar de hacerlo. Si por casualidad –asegura la de Pina de Ebro– alguien se atreve a protestar, no dudarán en habilitar de nuevo los campos de reeducación moral para “rehabilitar” ciudadanos asociales… a la experiencia me remito. O es ahora – afirma tajante– o ya dará igual”. Contundente.
Parafraseando el título de la película que relata los sangrientos hechos que rodearon el golpe de estado en Chile, Llueve sobre Santiago, aquí el líquido elemento que nos cae desde arriba ha inundado la conciencia social de todo un pueblo. Lo que en principio se tomó como un chaparrón pasajero está resultando ser brutalmente letal. En breve nos daremos cuenta de que esta lluvia, tal y como relata la película, ya habrá dejado de ser una molestia más o menos temporal para transformarse en una mortal extensión de agua que todo lo cubre, hasta ahogar cualquier signo de vida.
Como siempre, la palabra es suya. Usted deberá saber si prefiere plantarse y empezar a poner diques o, por lo contrario, decide esconder la cabeza bajo el impermeable. El problema es que cuando quiera darse cuenta, ya no habrá posibilidad alguna de respirar. Hoy, más que nunca, todo depende de usted.

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