Hay una línea fina que separa lo que se considera un comportamiento inapropiado entre alumnos que merece ser sancionado por los colegios e institutos de lo que se erige en un asunto grave capaz de provocar un reproche penal. Una sentencia dictada en Ceuta evidencia que la Justicia no puede terminar resolviendo asuntos que por mayor reproche social y familiar que provoquen son competencia de los docentes y los padres.
A finales de enero de 2022 los progenitores de una menor acudieron a la Jefatura Superior para denunciar el acoso que sufría la niña en el instituto. La narración de hechos era real: le tiraban tizas, le echaban gel hidroalcohólico en la mochila, le manchaban su ropa con tinta o le insultaban usando motes como “remolacha” o “hámster”, entre otros.
Aquella denuncia dio paso a un procedimiento doble, por un lado el que desarrolló el propio instituto y por otro el judicial que ha terminado con el dictado de una sentencia absolutoria para las menores acusadas por delito contra la integridad moral y leve de lesiones.
En la resolución se advierte que una cosa es “la constatación de comportamientos inapropiados que deben ser objeto de contención por parte del centro adoptándose medidas disciplinarias que proceden incluso a la expulsión” y otra es “derivar esta cuestión al derecho penal, al no concurrir la gravedad que requiere en los términos analizados”.
De hecho el Juzgado de Menores no considera acreditado que se hubieran producido los delitos y alude a las vaguedades y contradicciones detectadas en el relato de la denunciante y al hecho de que ese tipo de actitudes eran compartidas por muchos menores en general en el centro. La Fiscalía no presentó acusación, solo se contó con la de la acusación particular, representada por la letrada Luz Elena Sanín, que ha mostrado su contrariedad por el resultado.
En sentencia se indica que “no se practicó prueba alguna que permita imputar con la suficiente certeza a los menores acusadas ni el delito contra la integridad moral ni el delito leve de lesiones” recalcando que, efectivamente, la denunciante sufrió bromas e insultos en un curso en el que la mayoría de los alumnos tenían ese comportamiento.
No queda acreditado que las acusadas hostigasen de forma continuada a la menor ni que tratasen de humillarla o menoscabar su dignidad ni tampoco se puede considerar que las acusadas hubiesen actuado de común acuerdo.
“Pudo haber sido víctima de bromas, al margen de que puedan considerarse inapropiadas e incluso como dice el informe que hizo el centro educativo transgredan los límites adecuados para una normal convivencia basada en el respeto, pero no pueden sin embargo descontextualizarse”, recoge la sentencia.
El propio centro educativo hizo una investigación y concluyó que lo sucedido no era revelador de un acoso, señalando ese contexto de bromas en la búsqueda de una risa fácil que se hacían unos a otros incluso viéndose implicada como actora en algunas ocasiones la propia menor denunciante.
La falta de pruebas, la existencia de contradicciones o la introducción de elementos nuevos antes no narrados ni denunciados ha llevado al dictado de esta sentencia.
Los comportamientos de este tipo no son hechos aislados en una generación que escenifica unos valores cada vez más extremos a la hora de tratar al compañero. Hay sectores que reclaman una mayor contundencia judicial para frenar lo que se considera un germen de acoso que puede derivar en situaciones peores. La Justicia en cambio debe intervenir con un fundamento y un poso de pruebas suficientes como para encuadrar en lo delictivo acciones que tienen un reproche social.
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