Opinión

Leyenda de las Cien Islas Vírgenes

Nombrado por los Reyes Católicos como gobernador de Ceuta, Diego de Mendoza se ocupó durante su breve mandato de mejorar las defensas de la ciudad y de no perder de vista las naves portuguesas que asomaban el morro por el Estrecho tras haber sido expulsadas de Ceuta.

Para amenizar las veladas invernales familiares contaban con la baraja napolitana, la española y el Tarot, también la lotería , el dominó y las damas , y en tanto que sus dos hijas pequeñas movían ficha, una concertina de vihuela, laúd, flauta y tamboril. Tocaba la música de moda, marcándose el gobernador y su esposa más de una gallarda. Cuando las dos niñas se retiraban a dormir, los lechos caldeados por medio de braseros y bolsas de agua se hallaban preparados. Y arropadas las niñas hasta las orejas y a la tenue luz de las velas que invitaba al sueño, aún pedían una canción o alguna historia que les contara el padre, si lo tuvieran a mano, cosa que este hacía tañendo el laúd y con templada voz:

Sois chiquitas y bonitas

Sois como yo os quiero,

Sois campanitas de oro

En el rosal del platero.

O bien:

Tres damas van a la misa

por hacer la oración

la de enmedio es mi querida

linda de mi corazón razón

Otras veces, no se contentaban las niñas sino con un relato. Don Diego no encontraba inconveniente en cumplir lo demandado porque conforme al ideal del caballero de la época, el Mendoza era experto en el manejo de las armas y en el de la pluma de escribir , y para satisfacer a sus hijas no desdeñana incluso lo ficticio , siempre con intención ejemplarizante, como buen padre que se consideraba.

En cierta ocasión les contó la Leyenda de las Cien Islas Vírgenes.

Dijo el padre que durante el mes de Diciembre de l493 en la isla de La Española, una bandada de gaviotas revoloteaba alrededor de los palos de diecisiete barcos (catorce carabelas y tres naos), los cuales recogían sus aparejos en aquella remota costa del Mar Caribe donde de momento había ido a parar Colón en su segundo viaje. Mil quinientos hombres llegaban en los navíos. Las bodegas de estas embarcaciones transportaban caballos, ganados e innumerables avíos y abastos para mantener a la tropa y socorrer a los defensores del Fuerte de La Natividad que allí dejaron en el primer viaje (de los que, dicho sea de paso, Colón no halló rastro ni en el fondo de las cazuelas). Además, Colón tenía el propósito de fundar población antes de seguir viaje pues era la intención del Almirante zarpar rumbo a las tierras del Gran Khan en busca de todo lo bueno que ofreciera el mundo, así se tratara de la fuente de la Isla de San Barandán que otorgaba la inmortalidad en este mundo, como del tesoro de cátaros y templarios o cualquier otro que se pusiera al alcance de sus cañones, pues oro era la palabra favorita en el diario del Almirante .

Al decir de algunos, Colón se demoraba en la intención de proseguir pues había de sembrar las semillas de hortalizas que llevaba en las bodegas desde los huertos del Aljarafe. Y, sobre todo, dar tierra a los plantones del candi , encargo de los banqueros Abarbanel de plantarlos por los beneficios que la venta del azúcar reportaba en los mercados de París, Milán y Londres.

Entre los acérrimos partidarios de no dilatar más la estancia en La Hispaniola e ir al encuentro del oro y de la inmortalidad, se contaba don Alfonso de Figueras, capitán de la nao San Ciprián, que aún hubo de asistir a la ceremonia de fundación de la primera colonia cristiana de aquellas tierras que llevó por nombre La Isabela.

A unas leguas de La Isabela, la costa formaba una gran bahía con dos islotes bajos que contaban con suficiente bosque como para reparar los barcos

A unas leguas de La Isabela, la costa formaba una gran bahía con dos islotes bajos que contaban con suficiente bosque como para reparar los barcos. Eran llamadas Islas de los Alcatraces y sus habitantes, los caribes, además de pescadores eran recolectores y cambiaban los pavipollos y perrillos de engorde por frutas, peces y plumas, narrando cantidad de historias, algunas de las cuales no pasaron desapercibidas para Alfonso de Figueras que ,desobedeciendo las severas órdenes del Almirante, zarpó en el San Ciprián, llevándose prisionera a Izale, la hija del cacique. Entre la tripulación del San Ciprián se encontraba un soldado llamado Fernando Olvera, enamorado de la joven Izale, siendo correspondido por esta. Era cosa común entre los caribes decir que en las islas meridionales, el oro crecía en las raíces de los árboles después de la lluvia pero que para llegar hasta esas islas había que propiciarse el favor del dios Serpiente. El ambicioso Alfonso de Figueras sabía que el lugar donde crecía el oro era llamado Cibao y que para congraciarse con el monstruo debía sacrificarle a la doncella más hermosa.

Al no dar con Cibao, el ambicioso personaje quiso poner proa hacia Cipango antes de que el Almirante se le adelantara y amenazó a sus pilotos con cortarles la lengua si no juraban que al menos habían alcanzado la región de Mongui, de la que hablaba Marco Polo. Una calma imprevista en la que no corría soplo los entretuvo durante más de una semana. La joven le reprochó haber ofendido al dios pero el capitán la acusó tanto a ella como al cacique de haberle contado una sarta de mentiras y furioso la puso en una barquilla, abandonándola a merced de las olas. Fernando se arrojó al mar para compartir su suerte. La joven se lamentó de que hubiera decidido sacrificase con ella porque ahora ambos iban a morir. El soldado aseguró que junto a ella el destino no le parecía tan aciago ya que de momento habían conseguido librarse del ambicioso capitán y ahora ambos estaban juntos. Al final de la jornada, los envolvió una espesa niebla. Después de una noche de presagios y temores, despuntaba apenas el día, cuando en la superficie del mar se alzó la cabeza y el lomo de una monstruosa serpiente. El soldado se enfrentó a ella y le rebanó la cabeza. Apenas hubo caído la testa al mar, en el cuerpo mutilado del animal fue sustituida por otra que Fernando abatió de un tajo. En plena lucha, el soldado juró que no pensaba desfallecer mientras siguiera amando a la joven Izule y cortó hasta cien cabezas, que son las Cien Islas Vírgenes de las que hablan los navegantes.

La pareja fue salvada por unos pescadores. Poco después, vieron pasar a una nao, dos carabelas y tres bergantines, naves que supusieron mandadas por el Almirante y perseguidoras del San Ciprián ,espoleadas unas y otra por la sed de inmortalidad y del oro.

Por su parte, Izule y Fernando nada hicieron por ser rescatados por el Almirante, sino que vivieron felizmente en una de aquellas Islas que llaman María Galante. Tuvieron tres hijos, un bohío de palma y una barca pescadora. Y el afecto que se profesaron fue el oro que encontraron y disfrutaron sin echar de menos otra cosa.

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