Hace algún tiempo, cuando tenía responsabilidades laborales en la coordinación de equipos de trabajos medioambientales, una operaria me dijo que no quería ir al campo. Le pregunté que cual era el motivo y me dijo que le molestaba el incesante sonido de los pájaros. Aquella respuesta me inquietó sobre manera. ¿Cómo podía alguien sentir repulsa por el canto de los pájaros y no molestarle el ensordecedor ruido de la ciudad? Esta idea no ha dejado de darme vueltas por la cabeza. La respuesta a esta inquietante pregunta la he encontrado en el libro “La naturaleza y el hombre” de John Ruskin. Decía este sabio escocés que “si bien la ausencia de amor a la naturaleza no es razón suficiente para condenar a nadie, su presencia es el distintivo infalible de la bondad del corazón y de la justicia en la percepción moral”. Este amor por la naturaleza, continúa Ruskin, “no es el distintivo de las personas más inteligentes, sino de las que tienen una imaginación brillante, intensa simpatía y principios religiosos indefinidos”. ¿Qué es entonces lo que impide a muchas personas recibir las gratas impresiones de la naturaleza, como en el caso referido? El motivo no hay que buscarlo en “la agudeza de la razón ni la amplitud de la humanidad, sino que más bien es consecuencia “de sus bajas preocupaciones, sus vanos descontentos y sus placeres mezquinos; y por uno, que en virtud de alguna abstracción profunda o de un elevado propósito, esté ciego para ver las obras de Dios, hay miles y miles que tienen los ojos sellados por un egoísmo vulgar y la inteligencia arruinada con preocupaciones impías”.
Siguiendo esta argumentación, Ruskin concluye que la humanidad puede dividirse en tres órdenes de seres: “el inferior, sórdido y egoísta, que ni ve ni siente; el segundo, noble y simpático, que ve y siente; mas no obra ni saca consecuencia alguna; y el tercero y más elevado, que despliega la vista en resoluciones y el sentimiento en obras”. Nadie está predestinado a formar parte de uno de estos tres órdenes. De hecho muchos hemos pasado por estos estadios hasta la alcanzar el nivel superior. En este nivel la vida se ve de manera muy distinta. Se comienza a sentir la vida en toda su intensidad. Las flores que antes no apreciabas atraen tu atención; la luz del sol penetra hasta tu interior llevándote alegría y bienestar; el aire que entra en tus pulmones es una continua renovación de la vida; la sombra de los árboles te abrazan con ternura; el bosque te acepta como uno de los suyos; te paras para observar los pájaros que antes no atraían tu atención; la sensibilidad la tienes a flor de piel y la emoción te embarga varias veces al día ante los más simples testimonios de amor y cariño; el mar es una fuerza insondable que te recuerda tu fragilidad y el milagro de la vida; te sientes parte de una totalidad superior que otorga sentido a tu existencia; juzgas a los demás de manera benévola y compresiva… En definitiva, sientes el continuo fluir de la vida y su incesante renovación. Este amor por la naturaleza te conduce al compromiso activo por su defensa, su conocimiento y la difusión de sus infinitas bondades.
El amor a la naturaleza puede despertarse en la madurez, según uno cultiva su vida interior, o bien puede alentarse desde la tierna infancia o la juventud. Nuestro sistema educativo está dirigido más a controlar y administrar futuros ciudadanos complacientes con el poder que a despertar a estos infantes para que lleven a cabo sus aspiraciones de una vida en su máxima perfecta, de una vida más abundante, rica y plena. Como comentaba Patrick Geddes en su última conferencia, nuestras escuelas y universidades están más interesadas en la muerte que en la vida. De este modo, el estudio de la historia es considerado tiempo perdido, cuando habría que estudiarla como legado, concibiéndola prolongada por la vida y dándole nuevos usos, en vez de acercarse a ella desde un punto de vista inerte y analítico.
Hace unos días a mi hijo pequeño le dieron su primera clase de botánica. Le explicaron las partes de una planta, las funciones de cada una y las diferencias entre un árbol, un arbusto y las hierbas. Cuando me lo contó, le pregunté: ¿Os ha enseñado una planta para que la toquéis y veáis sus características? No papá, me contestó. Nos han enseñado unas imágenes en la pizarra digital. Al ver mi cara, mi hijo me preguntó: papá, ¿Qué importancia tiene? Total se trata de simples plantas. Entonces le dije: “Te equivocas, hijo. Las plantas son el producto y fenómeno principal de la vida; nuestro mundo es un mundo verde, en el que los animales son comparativamente pocos y pequeños, y todos dependientes de las plantas. Por las plantas vivimos”. Querido hijo, proseguí, “algunas personas tienen la extraña idea de que viven por el dinero. Piensan que la energía es generada por la circulación de billetes”. Qué cosas tienes, papá…Escúchame con atención, hijo. Esta idea no es mía. La leí en un libro que suelo tener entre mis manos ¿Te refieres a este viejo libro que tiene las pastas despegadas? Sí, a ese me refiero. ¿Y qué dice ese libro respecto a lo que estamos hablando? Pues en él Patrick Geddes, rebosante de alegría, nos decía que “la maravilla de las estrellas, la maravilla de la piedra y la chispa, la maravilla de la vida y de la gente, son la sustancia de la astronomía y la física, de la biología y las ciencias sociales”. Entonces, ¿Qué nos deberían enseñar en la escuela, papá? Muy sencillo. Deberían enseñaros a apreciar las puestas de sol y los amaneceres, la luna y las estrellas, las maravillas de los vientos, las nubes y la lluvia, la belleza de los bosques, la luna y los campos.
Por un momento mi hijo se quedó pensativo. Papá. Dime, hijo. ¿Tú crees que Patrick Geddes utilizaba una pizarra como la del cole para dar sus clases de botánica? Seguro que no. Si hubiera presenciado una lección como la que te dieron a ti hubiera dicho, lo que dejó escrito en su libro: “¡Pongan a los niños a observar la naturaleza, no con lecciones rotuladas y codificadas sino con sus propios tesoros y fiestas de belleza, como son sus piedras, minerales, cristales, peces y mariposas vivas, flores silvestres, frutas y semillas! Por encima de todo, muéstrenles las plantas cultivadas y los animales bondadosamente domésticos, que domesticaron al hombre en el pasado y que ahora vuelven nuevamente hay que hacer volver para que lo civilicen y le den paz”.
Papá, ¿A ti te enseñaron a observar la naturaleza cuando eras pequeño? Desgraciadamente no. Todos nosotros, los adultos, hemos sido más o menos hambreados y mutilados; en las escuelas hasta se nos convirtió artificialmente en retardados por falta de esas observaciones y no se despertó nuestra inteligencia con la labor y los juegos de la naturaleza. ¿Es que nunca os llevaron de excursión, papá? Ahora que lo dices recuerdo que una vez nos llevaron al parque de San Amaro para limpiarlo y esto nos sirvió para darnos cuenta de la importancia de no ensuciar el bosque. También recuerdo con cariño un trabajo que nos encargó mi profe de ciencias naturales, el profesor Jesús Ramírez. Nos mandó recoger algas de la orilla y confeccionar un algario. Para muchos de nosotros fue una experiencia inolvidable y sirvió para que algunos compañeros descubrieran su vocación por el estudio de la naturaleza. Parece divertido, papá. Claro que sí. Escúchame. ¿Sabes cual es el secreto de la verdadera felicidad? No. Pues escucha con atención lo que decía al respecto John Ruskin: “el observar cómo crecen los cereales, y cómo se abren las flores; el respirar a pleno pulmón, manejando el arado o el leer, pensar, amar, esperar y meditar son las ocupaciones que hacen al hombre feliz; son las que siempre tuvieron la virtud de producir este buen efecto, y nunca tendrán la virtud de hacer otra cosa”. Uh…Creo que lo he entendido. ¡Por eso me lo pase también cuando me llevaste a observar aves con tus amigos de la SEO!
Bueno, es hora de acabar con esta improvisada lección de botánica. ¿Te ha gustado? Sí, papá. Creo que te he entendido. Mejor me llevas este fin de semana al campo y me explicas la diferencia entre un árbol, un arbusto y la hierba. Será mucho más divertido y lo pasaremos bien.
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