Categorías: Colaboraciones

Las primeras lluvias del año

Casi siempre aquellos últimos días de septiembre coincidían con las primeras lluvias del año. Los niños, después de la sequía de los tres meses de verano, recibían el agua en la calle y cantando:
¡Qué llueva, qué llueva,
la Virgen de la Cueva!
¡Qué caiga un chapetón,
con azúcar y turrón!

Eran lluvias pasajeras, de mucho ruido y poco manantial, que nunca duraban mucho rato, pero suficientes para que se alegraran las ranas y salieran los caracoles. Todavía goteaban los aleros de la casa y los árboles del huerto cuando, provisto de un gran cenacho, me iba a buscar caracoles en compañía de mi amigo Sebastián. Nuestro huerto limitaba con el bancal de Sebastián. Era un bancal enorme, poblado de almendros -todo un regalo para la vista a inicios de primavera-, que, año tras año, daba también una buena cosecha de trigo. Sebastián, unos meses mayor que yo, se pasaba el día sin más obligación que guardar su cabra y, cuando la cabra paría, también el cabritillo. Además tenía que llenar todos los días un par de espuertas de hierba para los conejos y, en la época en que granaban los trigales, espantar los gorriones de los sembrados. En estos trabajos yo siempre le ayudaba con más voluntad que acierto y él pagaba mi colaboración regalándome lo único que tenía: los pájaros de los nidos que encontraba.
Entonces yo pensaba que Sebastián era un ser privilegiado, porque no tenía que ir a la escuela y, como el dios Pan, se pasaba el día al aire libre, profiriendo gritos a los gorriones –los llamaba hijos de puta y maricones-, y lanzándoles pedradas para que no se comieran las espigas de trigo o de cebada, que serían el humilde alimento de la familia durante todo un año. Ahora pienso todo lo contrario: el privilegiado era yo y el marginado él. ¡Santo Dios, que desgracia tan grande debe ser la ir por el mundo con el san benito de analfabeto! No poder trasmitir a los demás sus propios pensamientos, ni abrir a lo largo toda la vida un solo libro. Todas las puertas hacia un mundo superior, el mundo que distingue el hombre del animal, cerradas. Cada vez que abro un libro, tácitamente, doy gracias a mis maestros y a mis padres que me llevaron a la escuela. Verdad es que la escuela me arrebató muchas horas de ocios y juegos, pero, ¿podía tener aquel pequeño sacrificio mejor recompensa que la de ahora poder abrir y leer un libro?
Los días de lluvia, como ya he dicho, siempre íbamos a buscar caracoles. Sebastián encontraba muchos más que yo, pero siempre me los daba. Después, cuando volvíamos a casa, mi madre le ponía en las manos un par de duros y le decía: “Le das esto a tu madre de mi parte”. Tres o cuatro días después teníamos en el almuerzo caracoles, exquisitos caracoles como después no he vuelto a probar, pero nunca iban todos a la cazuela: siempre dejaba tres o cuatro para que yo me entretuviera jugando.
Recuerdo que, las pocas veces que las lluvias se hacían persistentes, los adultos se quedaban mirando al cielo y siempre hacían el mismo comentario: “Anda, que como en Graná haga este tiempo, la procesión de la Virgen…” Entonces yo no sabía lo que era “Graná” ni la procesión de la Virgen. Lo único que estaba claro es que la lluvia, que nosotros recibíamos tan alegres y contentos, allí debía ser poco menos que una catástrofe. Alguna vez le pregunté a Sebastián sobre el particular, pues aunque no iba a la escuela sabía de todo, y la información que me dio no fue nada halagüeña.
-“Granada –me dijo- es una ciudad y en las ciudades no te dan ni un vaso de agua sin pedirte dinero.
-¿Por un vaso de agua?
Sí, por un vaso de agua. Y no se te ocurra irte a un rincón a desaguar que, como te vea un municipal, echa mano a la porra y te desloma.
Cuando al fin llegué por primera vez a Granada, a poco de bajar del autobús –entonces la estación estaba al lado del puente romano, justo donde ahora hay una tienda de comestibles-, di con unos hombres que llevaban a la espalda unos enormes garrafones y gritaban a todo pulmón.
-¡Del Avellano! ¡Del Avellano! ¡A perra gorda el vaso!
Al instante me acordé de mi amigo Sebastián  y comprendí que todo cuanto me había contado era cierto.

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