Dos mujeres jóvenes cogen un taxi camino de la estación de Atocha, cuando han avanzado unos minutos, el taxista se percata de que ambas vienen del último congreso del Partido Popular, detiene el vehículo de servicio público y entre exclamaciones como “si llego a saber de dónde venís, no os recojo” saca sus maletas del maletero y les obliga a salir del taxi, dejándolas en mitad de la autovía bajo un sol de justicia.
Las políticas del odio, esas que se basan en atribuir a un grupo definido por una característica determinada, la responsabilidad de los males y carencias de una sociedad, se daban por terminadas tras ese periodo, hoy tan denostado por la izquierda, llamado Transición. La sociedad española se había dado un sistema político articulado sobre la discusión de ideas y la competición de partidos. O al menos eso parecía.
Porque ese periodo de aceptación de las reglas del nuevo juego político comenzó a resquebrajarse cuando el PSOE inicio su desarme ideológico con aquellas campañas del doberman pero especialmente durante la era zapateril cuando el género y la memoria histórica se convirtieron en las categorías sobre las que enfrentar socialmente a los españoles. De forma paralela, el nacionalismo periférico adoptó de forma abierta el discurso racista que atribuía a los españoles saltos en el ADN dentro de las campañas del España nos roba.
La escalada de estas políticas basadas en el odio alcanzó cotas elevadas con la llegada de los comunistas podemitas dedicados a promocionar el odio entre casta y gente, conceptos suficientemente ambiguos que permiten excluir a todo aquel individuo molesto para el proyecto populista.
Los últimos en llegar han sido los odiadores de extrema derecha que encuentran en los inmigrantes los nuevos depositarios de los males de nuestra sociedad.
El concepto de ciudadano ha desaparecido, diluido en esas categorías que permiten etiquetar al odiado: hombres y mujeres, españoles y nacionalistas, ricos y pobres (o casta y gente), republicanos y fachas, nacionales e inmigrantes.
Las redes sociales, pero también los medios de comunicación, se han convertido en las herramientas indispensables para la promoción del odio y del resentimiento social. En la redes sociales, individuos sin conocimiento ni responsabilidad descargan su bilis contra las categorías de odiados, auxiliados en esta tarea por unos medios de comunicación empeñados en presentar las realidades sociales y políticas con informaciones ideologizadas y capciosas.
En el caso de las últimas llegadas masivas de inmigrantes a Ceuta y al sur peninsular, la reacción ha sido especialmente virulenta y en algunos aspectos sorprendente, como la esos líderes de formaciones políticas basadas en una diferenciación religiosa, tildando a los demás de xenófobos o excluyentes.
El problema de esta inmigración no regulada, e impuesta a las sociedades de acogida por las mafias, necesita de tratamientos rigurosos sobre la certeza de que el estado de derecho, que es lo que nos permite existir como sociedad democrática, no puede basarse en excepciones, sobre el convencimiento de que solo al Estado corresponde el uso legítimo de la fuerza pero sobretodo, alejándonos de los dos discursos del odio, el que se dirige contra los inmigrantes y el “buenista” de aquellos que sustancian su odio en los que cumplen con el estado de derecho.
Muy acertada, Don Carlos, su reflexión sobre la Transición. Los que tenemos más de 50 la vivimos con preocupación pero también esperanza porque las dos Españas sanaban sus heridas. Si que me parece de poca e interesada memoria histórica no reconocer que aquella actitud fue el cimiento del progreso de nuestro país de estos últimos 40 años. La utilización de la historia para dividir y atacar al oponente político genera rencor asimismo, que alimenta los más nostalgicos sentimientos de odio recíproco.