Cuando camino estos días por el Rebellin, bien sea a la ida o a la vuelta de mi diaria caminata, suelo hacerlo en tono reposado y tranquilo, y si me encuentro con algún amigo, trato de alargar la conversación, porque me seduce el aroma de los azahares al que me resisto a renunciar, por lo efímero.
Es el Rebellin, estos días, una gigantesca redoma de delicioso perfume, en el que no sé si reparan los ceutíes que por allí deambulan, pues pienso que – de hacerlo- se congestionaría tan florido paseo. Especialmente, de noche y a pesar del relativo fresco que aún hace, resulta sumamente placentero sentarse en uno de los providenciales bancos cubiertos por el entoldado de las copas de los naranjos que estallan en blanco.
Rondaba el mediodía en estas reflexiones con mi amigo Paco y Maruchi, delante de Springfield, cuando procedente de la Gran Vía, una respetable masa de parados al son de “las barricadas”, iniciaba el ascenso del Rebellin, tremolando rojas banderas y batiendo atambores tras una enorme pancarta en la que reivindican trabajo, trabajo y más trabajo. Es digno de admiración el tesón de estas gentes que un día tras otro se manifiestan por nuestras calles principales, en el convencimiento (¿) de que su tenacidad va a depararles un maná de contratos de trabajo que solucione el gravísimo problema que a tantos afecta.
Disponen de todo el tiempo del mundo -¡no tienen nada que hacer!- de ahí que se recreen en lo que para ellos puede ser un paseo y, pausada, lenta, muy lentamente, progresan en su andadura. Desde que aparecieron por la Plaza de la Constitución, aún no nos han rebasado y ha pasado, calculo, más de un cuarto de hora. Los precede un numeroso grupo de policías nacionales. Las bocacalles están tomadas por la policía local que desvía a los sufridos conductores por otras vías. Mientras tanto, el tráfico en “el Puente” está cortado. El estruendo de la tamborrada parece pretender derribar las fachadas de los edificios que bordean el paseo, como hicieran los israelitas con las murallas de Jericó al son de sus trompetas. No saben que no es tiempo de milagros. Ni lloverá el maná, ni caerán los muros de los poderosos, ni el centro de la ciudad recobrará el pulso hasta que lleguen a la Plaza de los Reyes.
Aunque admiro, como digo más arriba, el tesonero afán de los manifestantes, no aplaudo su esfuerzo por varias razones. Sus propósitos no pueden tener éxito, pues los empresarios ceutíes, en difícil situación, no tienen posibilidad de crear puestos de trabajo; y los interlocutores a quienes se dirigen, carecen de capacidad para hacerlo, pues el mundo del trabajo depende de la Economía de Mercado en la que hemos vivido tan ricamente hasta ahora, y no del Delegado del Gobierno, ni del Presidente de la Ciudad, que bastante hacen con llorar al Estado para que libre recursos. Y será difícil cambiar el Sistema económico mundial a los briosos sones de las barricadas, porque no parece que los proletarios del mundo estén dispuestos a unirse y promover otra debacle universal, ni los poderosos dispuestos a renunciar al opíparo régimen que les permite manejar a su antojo los destinos de la humanidad a través del ciberespacio.
No aplaudo, sino censuro tanta manifestación perturbadora del devenir ciudadano tanto por interferir el tránsito de vehículos, como por la obligada movilización de las fuerzas de orden público o la contaminación acústica que enerva a los ciudadanos. Aunque la Constitución reconozca el derecho a la manifestación, éste derecho no puede ni debe interferir de una forma crónica los derechos cívicos de los no manifestantes. Y son las autoridades las que tienen la obligación de regular ese derecho, bien limitándolo a concentraciones en alguna plaza pública donde la protesta se haga evidente, sin molestar a la población, o bien utilizando los recursos que las leyes señalan para estos casos, sin temores de ninguna clase.
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