El régimen político español es una dictadura económica con disfraz parlamentario. La Constitución es una vaga referencia teórica vacía por completo de contenido. Bajo una apariencia democrática, se desarrolla un entramado jurídico, político y administrativo cuya finalidad es adecuar permanentemente los intereses del capital a cada coyuntura histórica para garantizar su voraz continuidad. Para que el sistema funcione, el poder económico renuncia al control de aquellos ámbitos en los que no se dilucidan de manera directa sus beneficios, y en los que tolera que los ciudadanos y los partidos políticos (en las instituciones) debatan e incluso voten como si “realmente” estuvieran gestionando la soberanía popular. Es de una ingenuidad estremecedora. Lo cierto (y penoso), es que una inmensa porción del electorado vota sin tener ni remota idea de las consecuencias de sus actos.
La última crisis del capitalismo obligó a al poder económico a desplegar una ofensiva (se ha dado en llamar la “revolución del los ricos”) para afinar sistema que se había descosido por alguna de sus estructuras básicas. En España, en concreto, se trataba de someter a la clase trabajadora a un duro “ajuste salarial” como corolario de todo un proceso de devaluación del concepto “trabajo”. Parece evidente que lo han conseguido. Hoy todo son alabanzas a un nuevo modelo en el que las contrataciones se hacen por horas, sin derecho alguno, y al precio de setecientos u ochocientos euros mensuales. Esta es la España del futuro inmediato.
Esto se ha conseguido a través de una febril actividad del parlamento al servicio de los mercados. El PP, como la expresión política más genuina y fanática del poder económico, ha liderado la “revolución de los ricos” (apoyado ahora por esos sórdidos subalternos, paradigma de corrupción ética, que se hacen llamar ciudadanos), introduciendo sibilinamente cambios legislativos, de difícil comprensión para la ciudadanía en general, pero demoledores en sus efectos para los más débiles. Las leyes del PP están arruinando la vida de los trabajadores.
Pondremos un caso que está teniendo mucha incidencia en nuestra Ciudad. El PP cambió la Ley de Contratos del Sector Público, algo que el común de los mortales ni sabe ni tiene por qué saber. Uno de los cambios más significativos (sutil donde los haya, pero mortal de necesidad) consiste en deslindar por completo el ámbito administrativo del laboral. Eso quiere decir que antes, la administración que contrataba podía “exigir” en sus pliegos de condiciones que las empresas cumplieran sus obligaciones con los trabajadores. Era una garantía para preservar los derechos de quienes prestaban servicios públicos a través de empresas privadas. Ahora ya no es así. La administración sólo puede exigir el cumplimiento de lo contratado si inmiscuirse en el “cómo” lo hace. Esta segunda cuestión (fundamental) queda remitida al ámbito de lo laboral, en el que con otras leyes (de desmantelamiento de derechos) han dejado a los trabajadores desarmados. La consecuencia práctica de esto, es que las empresas ofertan por los servicios, los suministros y las obras precios muy por debajo de lo razonable (en muchos casos por debajo de los costes legales), lo que resuelven posteriormente despidiendo trabajadores, rebajando salarios, u “obligando” a hacer horas extraordinarias a bajo (o nulo) precio. Cuadran sus cuentas a costa de los trabajadores. Las administraciones contratantes no pueden intervenir para impedir este desaguisado. Así lo dicta la ley del PP. En una Ciudad como la nuestra, en la que la contratación pública tiene una enorme importancia en el empleo, sus efectos son mucho más perniciosos. Sectores como la limpieza, la seguridad privada, la construcción, y los servicios en general, están siendo víctimas de esta diabólica operación urdida y ejecutada por el PP.
Lo más triste (o quizá repugnante) de todo es que muchas de estas víctimas son votantes del PP (los conozco personalmente).
Votan al PP entre enardecidas letanías sobre Venezuela, mientras les roban la cartera (en el sentido literal de la expresión). Pero cuando sufren en primera persona los estragos que causan las leyes que el PP impone gracias a sus votos, se sorprenden, se lamentan y despotrican para terminar sentenciando a gritos que “todos los políticos son iguales”.
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