Las hojas mensajeras

  • El autor presenta hoy a las 20:00 horas en le Biblioteca Pública su libro ‘15 Cuentos de Poniente y 1 de Levante’, al que pertenece este relato

Hacía tiempo que los árboles se habían visto tintados de unos tonos ocres, marrones y hasta rojizos que ofrecían un majestuoso aire señorial. Poco a poco, las hojas habían ido cayendo hasta formar una enorme alfombra que anunciaba, entre otras cosas, que la Navidad estaba muy cerca.

Sara tenía mucha dificultad en caminar entre aquella verdadera marea de hojas de arce que, en ocasiones, aún albergaba algo de la lluvia recién caída, provocando helados salpicones.

No, aquello no era del agrado de Sara. Detestaba aquella estación en la que los árboles parecían quitarse de pronto el sombrero mostrando, a los ojos de todos, la triste visión de unos avergonzados animales heridos de muerte.

Cogida de la mano de su abuelo, la niña protestaba airadamente cuando tropezaba con alguna enorme pila de hojas amontonadas, o cuando el viento las levantaba en forma de insolente torbellino.

A veces, harta de tanta invasión, Sara lanzaba furibundas patadas al suelo en un vano intento por trazar un sender en medio de tamaña avalancha de naturaleza. Al mismo tiempo, no paraba de resoplar y protestar con las hojas como protagonistas.

Con media sonrisa, el abuelo tiraba de su nieta intentando atravesar aquel océano de multicolores restos de arce hasta que, mitad cansado de tanto mal genio, mitad divertido por los golpes de pies lanzados hacia la nada, decidió hacer un alto en el camino.

El banco, con un armazón de hierro forjado pintado en verde parque, ofrecía a los paseantes una sólidas láminas de madera para disfrutar de un descanso en lo más profundo de tanta paz. Sentados los dos, muy juntitos para intentar esquivar el frío viento del Norte, compartieron unas castañas asadas en compañía de toneladas de hojas muertas.

-Abuelo –exclamó de pronto Sara -sabes que no me gusta nada venir por aquí. ¿Por qué venimos siempre?

En lugar de contestar, el abuelo le lanzó otra pregunta “¿y por qué no? ¿Qué es lo que tanto te molesta?”.

Sara no tenía muchas ganas de hablar y sólo se le ocurrían mil y una formas de mostrar su desagrado. Sólo acertó a repetir que le molestaban tantos montones de hojas inútiles a su paso.

El abuelo, rodeándola con el brazo, logró que estuviesen aún más juntos y, casi susurrándole al oído, le dijo:

-¿Te enfadarías de la misma forma si en lugar de patear preciosas hojas de arce, fuesen cartas de amor las que se balanceasen bajo la cadencia de tus maravillosos pies?

Sara no supo qué contestar. Se quedó mirando fijamente a su abuelo con unos ojos que estaban a mitad de camino entre pensar que se había vuelto loco y que, por el contrario, no había comprendido nada de lo que le acaba de decir.

-¿Montones de cartas de amor por el suelo? –se preguntaba una y otra vez mientras continuaba, en silencio, con una mirada que exigía explicaciones.

Con un aspecto de absoluta seriedad, el abuelo contemplaba como el completo silencio rellenaba todo el largo paseo; a pesar de ello, seguía escrutando el horizonte sin prisa alguna por aclarar nada.

-¿Como es eso de las cartas de amor, abuelo? –preguntó por fin la niña.

-¿Quieres que te lo cuente? –contestó el abuelo.

A modo de respuesta, dos ojos llenos de luz estaban perfectamente atentos a lo que a continuación iban a contarle.

-Está bien -exclamó el abuelo- esta es la verdadera historia de las hojas muertas:

“Antes –afirmó de forma solemne- hace muchos muchos antes –precisó- las hojas eran la manera en la que todos se comunicaban. Nada de carteros, nada de aburridas cartas… Sólo hojas mensajeras”.

El abuelo explicó que en ese tiempo los árboles no perdían nada de su belleza y las hojas nunca se caían con el paso de las estaciones; eso vino después.

La costumbre era que los enamorados se acercaran a los amables gigantes para escribir, en una de sus hojas, unas letras de amor para quien tenía cautivo su corazón. Cuando la misiva estaba terminada, el remitente sólo tenía que dar un beso en medio de la hoja para que el viento, siempre cómplice, hiciese su trabajo.

Así, con un golpe de vendaval se lanzaba al cielo la hoja repleta de poesía para que, muy poco después, llegara a su destinatario o destinataria. Más tarde, una vez habían sido leídas, las hojas volvían al árbol esperando un nuevo testimonio de amor.

Esa era la técnica que Matilda, una guapísima niña de la “aldea del frío”, utilizaba para que, quien le tenía robado el corazón, supiese de sus noticias allá lejos, en la ciudad del calor.

Sin embargo, el padre de Matilda no aprobaba este tipo de cartas y menos aún los deseos de su hija de casarse con aquel mequetrefe que vivía en la ciudad. Sabía perfectamente que, a diario, iban y venían hojas mensajeras con infinitas nota de amor. Aquello le enfurecía tremendamente, pero nada podía hacer al respecto. Por ello, consultó el asunto a un cuervo viejo que odiaba todo lo relacionado con el amor.

El pajarraco aconsejó al celoso padre que pusiese una red alrededor de su casa para que las hojas ni saliesen, ni llegasen a destino. Y así fue. En pocos días una fina red, casi invisible, rodeaba toda la mansión y, en cuestión de días, miles de hojas se habían amontonado a ambos lados de la red. Todas intentaban llegar a su destino, pero el dispositivo instalado por el padre impedía que eso ocurriese. Desesperada, Matilda empezó a llorar preguntándose por qué no llegaban noticias de la ciudad mientras que, en esa misma ciudad, no se entendía por qué no recibían nuevas de la aldea del frío.

A su vez, las hojas, conocedoras de la desesperación de los enamorados, redoblaban esfuerzos por llegar a su destino sin resultado alguno.

El caso es que los árboles cada vez tenían menos hojas, algo que provocaba que estuviesen más desprotegidos contra cualquier ataque de la lluvia o de la nieve.

Un día de finales de otoño, una de las hojas mensajeras cayó al suelo muerta de cansancio. Una tras otra, las cartas de amor escritas en bellas hojas fueron apilándose en el suelo y casi todas terminaron de la misma forma.

Algunas, viendo lo que estaba sucediendo, decidieron volver a sus árboles para alertar de lo que estaba ocurriendo.

Tremendamente enfadados, los árboles decidieron que nunca más servirían de correo y ese día se acabaron las hojas mensajeras.

Desde entonces, las cartas deben escribirse en papel y tardan mucho más en llegar.

-¿Y qué paso con los enamorados? –cuestionó intrigada la pequeña Sara.

Con una carcajada, el abuelo se levantó del banco y, cogiendo en brazos a su nieta, le dijo: “niña, no hay nada que pueda hacerse contra el amor cuando este es verdadero. Los dos enamorados –le contó- lograron juntar el Norte con el Sur y vivieron juntos”.

Sara fue depositada muy despacio en el suelo y aún se atrevió a hacer una pregunta más:

-Y entonces, abuelo ¿por qué se siguen cayendo las hojas si ya no son hojas mensajeras?

-No se caen, pequeña Sara, simplemente cada otoño, como hace muchos muchos antes, intentan llevar la carta de amor de Matilda porque saben que aquella vez no pudieron realizar la tarea encomendada. Y así seguirán, año tras año, hasta que unos enamorados reciban letras de amor escritas en el corazón de una hoja de arce, roble o eucalipto.

-¿Y no se puede hacer nada para evitarlo? –no pudo evitar replicar Sara.

- Claro que sí- aseguró el abuelo- se trata de encontrar la carta de amor que te han escrito entre tantos montones.

El día que alguien encuentre la suya las hojas sentirán que la deuda está saldada y todo volverá a ser como antes. Pero mientras tanto –terminó- cada otoño las hojas muertas nos recordarán que en algún lugar alguien espera palabras de amor que nunca llegarán.

Cogidos de la mano, abuelo y nieta continuaron por el sendero. A partir de ese día, la pequeña Sara nunca más pateó los montones de hojas, prometiéndose que, cuando tuviera edad, leería todas las hojas que se encontrara en su camino.

Mientras eso llegaba, aquel otoño los colores rojos, ocres y marrones de la hojas que buscaban destinatario, seguirían tejiendo en bosques y parques alfombras de amores perdidos.

Cuando Sara y su abuelo ya estaban lejos, cualquiera que hubiese estado allí habría jurado oír a los árboles susurrar algo parecido a: “Ojalá Sara aprenda pronto a leer”.

Sí. Ojalá.

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