En los anales del crimen apenas se registran tipos tan sospechosos como José Bretón: nadie creyó nunca en su inocencia, ni el juez, ni la policía, ni su exmujer, ni los periodistas de sucesos, ni los psiquiatras, ni la gente. Tampoco las cámaras de seguridad que, aquí y allí, en las proximidades de Las Quemadillas o a las puertas del parque Cruz Conde, registraron, bien que de la manera imprecisa y fantasmal con que esas cámaras recogen las imágenes, sus pasos furtivos por los escenarios del doble asesinato, el de los pequeños Ruth y José, sus hijos. Nadie ni nada le creyó nunca, imposible creer a alguien con esa cara que a todas luces mentía, y, sin embargo, nunca nadie perdió enteramente la esperanza de hallar con vida a esas criaturas desaparecidas de súbito, como si se las hubiera tragado la tierra. Hoy se sabe que fue el fuego el que se las tragó.
Pero fue una doble hoguera la que se tragó a los niños, posiblemente el mismo día de su desaparición: la alimentada con gas-oil y multiplicada con chapas metálicas y ladrillos refractarios, y la que, perpetuamente activa en el interior de José Bretón, calcinó hace mucho en él cualquier vestigio de conciencia y de resonancia emocional. La esperanza de encontrar algún día a los niños vivos, encerrados en alguna parte pero vivos, se sostenía, precisamente, en la incapacidad general de asimilar que un padre pudiera hacer con sus niños chicos lo que éste personaje había ejecutado en los suyos con pavorosa frialdad. Así, el juez, y la policía, y su exmujer, y los periodistas de sucesos, y los psiquiatras, y la gente, bascularon durante diez meses en la duda, que les incapacitaba para esclarecer el caso y acertar.
Pero, hablando de incapacidades, y pese a que la conmoción por el desenlace aborta hoy en buena medida el desarrollo de una opinión ponderada, no se puede despachar éste caso, ni ahora ni cuando se juzgue al presunto parricida, sin mencionar la impericia de la investigación, y lamentarse de ella.
Es cierto que los casos criminales tardan en resolverse, e incluso que muchos no llegan a dilucidarse jamás, pero no lo es menos que del hilo de un tipo tan sospechoso, tan meridianamente sospechoso, cabría haber encontrado antes el ovillo de la verdad.
Ésta se hallaba iluminada, desde el principio, por el atroz resplandor de dos hogueras.
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