Categorías: Opinión

Las dos ciudades

La bondad no es una cualidad obligatoria. Siempre y  cuando se respeten las normas objetivas (fundamentalmente las leyes) se puede vivir en comunidad perfectamente siendo una mala persona. Exactamente lo mismo ocurre con la solidaridad. Nadie está obligado a considerar  la solidaridad como referencia y principio inspirador de su propia conducta. En una sociedad tan plural, debemos aceptar la coexistencia de comportamientos humanos radicalmente diferentes, e incluso opuestos. Cada ciudadano goza del derecho irrenunciable a ejercer su libertad del modo que estime más adecuado. Por ello no es reprochable que existan personas (muchas) que no piensen nunca en los demás. Refleja una forma de entender la convivencia: cada cual mantiene una pugna constante por hacer prevalecer sus intereses siempre, en todo momento y circunstancia. Los resultados cosechados por cada individuo son el fruto de su mejor posición de partida, mayor capacidad, preparación, voluntad, habilidad, astucia o suerte. Frente a esta opción, existe otra alternativa fundamentada en el principio de solidaridad: los que así pensamos, estamos convencidos de que la vida carece de sentido si no sabemos compartirla entre todos los hombres y mujeres que pueblan el planeta. Esta idea nos lleva a mantener una preocupación militante y activa por todo aquello que pueda sucederle a nuestros semejantes. No hay salvación, no hay felicidad, si no es con todos.
En un sistema democrático (universalmente aceptado como el más y mejor desarrollado para organizar la sociedad), la mayoría tiene legitimidad más que suficiente para imponer su opinión. Y a la minoría le asiste el derecho (no menor) de intentar convencer a los ciudadanos de la idoneidad de sus postulados, para revertir esta situación. Nada que objetar.
Pero lo que deviene en profundamente indigno, y no es éticamente tolerable, es actuar de una manera contraria a los posicionamientos que se defienden públicamente.  Porque supone una muy grave vulneración de los principios elementales de la dialéctica, y convierte el noble debate de  ideas en una infame partida de trileros, que pervierte el sistema democrático  en su raíz (es lo que llama habitualmente la manipulación de masas).  Esto es lo que está sucediendo en nuestra ciudad con la fuerte polémica suscitada por la intención del Gobierno de invertir seis millones de euros (más) en el Paseo de la Marina.
Ceuta está socialmente desconfigurada. En apenas veinte kilómetros cuadrados conviven dos ciudades diferentes. Pobreza  y opulencia; sufrimiento y confort; desesperación y felicidad. Una extraña y asimétrica mezcolanza de incierta conclusión. Esta es una realidad inocultable que el PP se niega a aceptar públicamente; pero que no sólo consiente, sino que alienta, refuerza y contribuye muy poderosamente a consolidar.   Algunas cifras del Presupuesto municipal pueden ayudar a comprender esta afirmación. La partida consignada para el salario social (atención a familias sin recurso alguno) es de trescientos mil euros, y la destinada a la escuela de equitación, cuatrocientos mil. Entre todos los estudiantes becados de Primaria y Secundaria se repartirán novecientos mil euros, mientras que en anuncios en los medios de comunicación se gastará un millón doscientos mil euros. Para paliar los efectos del desempleo juvenil no se dispones ni un solo euro, sin embargo, el coste de la estructura política (de una ciudad de ochenta y cinco mil habitantes) supera los tres millones y medio de euros.
Es posible que a muchos ceutíes no les importe lo más mínimo la situación de extrema necesidad de miles de familias con las que conviven. En consecuencia, es perfectamente lógico que prefieran que el Gobierno invierta el dinero público en seguir dotando de más lujo a los sectores más acomodados de la sociedad ceutí, mientras siguen creciendo el paro y la pobreza. No es obligatorio sentirse solidario con el sufrimiento ajeno. También es lógico que si el Gobierno piensa que los insolidarios son mayoría, y ellos sólo aspiran a ganar las elecciones, orienten las inversiones en esa dirección. Lo que resulta repugnante, y no se puede admitir bajo ningún concepto, es que pretendan cometer semejante tropelía enarbolando la bandera de la solidaridad, proclamando que gobiernan para todos, y que acabar con el paro y la pobreza son objetivos prioritarios de su política. Este discurso fingidamente solidario en boca de los máximos valedores de la fragmentación social, es sencillamente nauseabundo.
Ceuta necesita urgentemente una revisión radical de su moral pública. Mientras sigan imponiendo sus convicciones los fanáticos del egoísmo, enemigos del principio de igualdad, no encontraremos nuestro lugar en el Siglo XXI. Por ello es necesario el compromiso activo de todos los que militan en el bando de la solidaridad. Es imprescindible la unión de quienes se sienten afectados por el dolor ajeno, y están dispuestos a luchar sin desmayo hasta ver erradicada la pobreza definitivamente. Lo podemos hacer. Podemos cambiar Ceuta.

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