Es muy frecuente, cuando se habla de política, oír el siguiente comentario: “La gente no es tonta”. Resulta un tanto sorprendente que esta afirmación goce de tanto prestigio y tan amplio reconocimiento, cuando lo cierto es que la gente (entendido este concepto como la síntesis mayoritaria de un colectivo) se afana en demostrar justo lo contrario.
Los hechos ratifican la idiotez como pauta de comportamiento habitual. De otro modo no se podría entender cómo es posible que las alimañas se desenvuelvan en Ceuta con tanta soltura y desparpajo.
Personajes abyectos, cuyo único mérito en la vida ha sido (y es), mostrar un espléndido surtido de actividades delictiva y/o inmorales, ostentan la condición de próceres con el beneplácito generalizado de una ciudadanía pasmada a la que sólo se la puede tildar de tonta en el mejor de los casos. O intrínsecamente perversa. No se sabe qué es peor.
En Ceuta, cualquier majadero (o majadera), catapultado desde la más palmaria ausencia de escrúpulos, y en bochornosa contradicción permanente con los principios éticos más elementales, es capaz de encontrar un espacio de relevancia pública tolerado, cuando no auspiciado, por un establishment forjado desde la corrupción en todas sus modalidades. La estupidez de la gente, practicada con saña durante décadas, ha ido modelando una sociedad laxa y degenerada en la que las personas honradas son automáticamente descalificadas y condenadas al ostracismo. Como se puede ver con facilidad en cualquier película sobre la mafia, la regla de oro imperante es muy simple: el que no se integra lo liquidan. Así sucede en nuestra Ciudad. Quienes se hacen partícipes del sistema de poder dominante, tejido por alimañas, encuentran un hábitat confortable en el que saciar sus intereses y colmar sus aspiraciones personales. Por muy necio o corrupto que sea. Quienes se oponen son fustigados con furia hasta su aniquilación.
Se podrían poner infinidad de ejemplos, pasados y presentes (y probablemente futuros, por desgracia), que avalan con rotundidad esta opinión. Con recordar uno, quizá sea suficiente. La “gente” (esa que al parecer no es tonta) eligió como Presidente de Ceuta a uno que le llamaban Antonio Sampietro. Un vividor de poca monta, que jamás había puesto un pié en nuestra Ciudad, fue entronizado en loor de multitudes como máximo mandatario. Su único mérito conocido fue haber sido designado para tal menester por uno de los paradigmas más sobresalientes de la corrupción en España, de nombre Jesús Gil.
La consecuencia más dramática de este execrable fenómeno social que embarga a nuestra Ciudad, es que imposibilita la acción colectiva. Los intereses particulares de las alimañas sustituyen siempre al interés general con la anuencia de una mayoría necia hasta el hartazgo. Aplauden y vitorean los señuelos, ajenos por completo a lo que esconden. Ceuta no puede acometer ninguna empresa en común de cierta envergadura, porque no existe un interés común.
La única duda que queda por despejar es si esta situación es reversible, o si por el contrario, forma parte ya de nuestro ADN, y estamos condenados a vivir para siempre bajo la dictadura de las alimañas.