Opinión

El largo adiós

Que me perdone Raymond Chandler por pedirle prestado el título de una de sus mejores novelas para encabezar este humilde texto. Pero es que precisamente “un largo adiós” es el que nos procuraba nuestra añorada Tita Carmen cada vez que dejábamos el domicilio en el que habitaba, desde que yo adquirí el uso de razón (si es que alguna vez lo tuve) hará unos 60 años más o menos.

Mi tía Carmen, que un 26 de octubre de hace tres años, de puntillas y sin hacer ruido, nos dejó para siempre, tenía la cariñosa costumbre de asomarse al balcón (o al cierro) para decirles a los sobrinos que la acababan de visitar, adiós con la mano.

Pero no era un adiós de “me asomo, te digo adiós y me meto de nuevo dentro de la casa”. Para nada. Mi tía permanecía agitando la mano en postura de despedida hasta que el sobrino visitante desaparecía de su vista. Este hecho nos obligaba a todos a caminar por la calle volviendo la mirada cada pocos metros hacia donde se encontraba ella para corresponder a su gesto.

Imagínense ustedes lo que suponía para todos los sobrinos, como niños en un principio, y luego como más adultos, esta acción.

Cuando éramos niños, mi tía vivía, con su madre y una de sus hermanas, en la casa de la cúpula verde, en lo alto de la calle Espino (Antonio Machado también tuvo un “alto Espino”, allá lejos, en la ciudad de Soria). Bajar tan empinada cuesta casi todo el tiempo de espaldas,  hasta doblar la esquina de la calle Velarde sin tropezar nunca ni caernos, suponía un titánico logro (imagino que el trance lo superábamos indemnes gracias a la ayuda del superocupado ángel de la guarda de la época, pues si no, no se comprende el éxito de semejante proeza casi todos los días).

Más tarde, algunos años después, mi tía Carmen, su madre (mi abuela Ana), y sus hermanas Loli y Ana Mari, por razones que no viene a cuento relatar, se mudaron al número 1 de la calle Delgado Serrano, en pleno corazón de la ciudad de Ceuta. Y ahora el problema era otro. Ya estábamos más creciditos todos los sobrinos, ya no había cuesta que bajar de espaldas (sólo un pequeño trecho de ascensión, pero nada peligroso). El peligro radicaba en la vergüenza connatural que todo adolescente que se precie de serlo lleva pegada a la piel como el acné. Recorrer un importante tramo de la calle Real, un tramo concurrido y de pedigrí, el tramo del Casino Militar, la Iglesia de San Francisco y parte de la Plaza de los Reyes, girando la cabeza cada pocos metros y diciendo adiós con la mano hacia las alturas, nos hacía sentir a veces ridículos por qué fueran a pensar quienes nos vieran saludar a la nada repetidamente y sin casi pausa alguna (pues nadie tenía por qué ser conocedor de tan arraigada costumbre familiar).

Con el paso de los años, ya sin riesgo de caídas inoportunas ni miedo a ningún qué dirán, nunca abandonamos la costumbre y continuamos siempre girándonos y agitando nuestras manos para despedirnos de Tita Carmen cada vez (y eran muchas las veces) que visitábamos a la familia. Ella era, hoy lo tengo claro, nuestro verdadero ángel de la guarda. El ángel que nos cuidaba, nos mimaba, nos daba las galletas del armarito verde acompañadas de una tableta de Chocolate Maruja, nos cantaba “Cerca del naranjo tengo mi cabaña de bambú” o “Yendo por un caminito cansado de andar”, el ángel que nos transmitió el amor por las romanzas de zarzuela, por los tangos de Carlos Gardel, los boleros en la voz de María Dolores Pradera, las coplas de doña Concha, etcétera y etcétera y etcétera.

Aún hoy, años después de que Tita Carmen nos dejara sin decir ni mu, con la discreción que siempre la había caracterizado, seguimos los sobrinos reprimiendo el impulso irracional (pues sabemos que ya no está con nosotros) de volvernos hacia la ventana para buscarla y despedirnos de ella. A veces me giro, casi sin darme cuenta, y me parece entrever, tras los visillos, una sombra que me dice adiós con la mano. Como un “hasta luego, nos vemos pronto, cuídate mucho”.

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