Lampedusa, hasta hace unos años, más que como topónimo de una isla italiana perteneciente al archipiélago de las Pelagias, era un nombre mundialmente conocido por ser el apellido del autor de la novela El Gatopardo (1958) -llevada al cine en la película homónima de Visconti-: Giuseppe Tomasi di Lampedusa; pero, actualmente, desde hace unas décadas, es famosa sobre todo por la cantidad de emigrantes que sin cesar afluyen a ella desde la cercana África.
Es el territorio italiano más meridional, a pocas millas de Túnez y de Libia: junto con Linosa y Lampione, la isla mayor del archipiélago, unos veinte kilómetros cuadrados, más o menos como Ceuta.
Rafael Argullol (Barcelona, 1949) publicó, en 1981, una novela con tal título: Lampedusa, una historia mediterránea.
El autor viajó a la isla a finales de los años setenta. Su proyecto era una visita relámpago, de ida y vuelta, que, debido a una huelga del personal de las navieras que cubrían el trayecto entre esta y Porto Empedocle (Sicilia), se hubo de prolongar diez días. Durante ellos, obviamente, tuvo tiempo de conocer hasta sus más recónditos rincones, y, en sus cotidianos deambulares y recaladas en las escasas tascas y bares, pudo conversar largamente con los lugareños, que, según dice, suelen utilizar un italiano singular.
Con uno de ellos, el dueño del hotel o posada donde se alojó, Martello (que aparece en la obra con su nombre auténtico), tuvo una relación especial: durante aquellas largas jornadas otoñales le relató innumerables aconteceres de su vida: sus cincuenta años dándole la vuelta al mundo como marino mercante, variados y curiosos sucesos de muy distintas épocas acaecidos en la isla, su estancia de un año en Somalia formando parte de las tropas de ocupación mussolinianas… Fruto de esa experiencia es la novela que comenzó entonces a escribir y hoy comentamos.
Lejos de utilizar la vanidosa y abstrusa jerga técnica que, por lo general, suelen gastar críticos literarios y docentes -según Vargas Llosa, su enredadas teorizaciones lingüísticas, antropológicas o psicoanalíticas solo sirven para disimular su nadería- seré sencillo.
El narrador de la obra, al igual que el autor, decide un día de otoño, desde el citado Porto Empedocle, emprender un viaje a Lampedusa: “Me sentía perplejo y curioso a un tiempo, al pensar en las nulas razones que explicaban mi viaje (…). Cabía esperar que fuera un horrible islote sin posibilidad alguna. En pleno mil novencientos setenta un nueve, solo un loco podía pensar que en el centro del Mediterráneo una belleza había escapado a las garras de los viajes organizados y a todo este saqueo de las artes y las naciones que se llama turismo”.
Durante el trayecto amista con un curioso personaje, Leonardo Carracci, filológo, que, respondiendo a una pregunta, le dice no solo conocer la isla sino que, por los motivos que le relatará posteriormente, “Lampedusa ha sido, y todavía es, el centro de su vida”. Y en una demorada analepsis o flashback, para “matar el tiempo”, el viajero le cuenta su historia, que, para el narrador, “sería la causa de que yo modificara hondamente la concepción de la existencia”.
Carracci, más que un filólogo, le dijo, se consideraba sencillamente “un griego”. Grecia era su alma, griegas las ilusiones de su vida y griego su ideal. A la semana de haber concluido su licenciatura en filología clásica -era octubre de mil novecientos treinta y siete-, desde Sicilia, decidió iniciar un viaje para conocer la esencia del Mediterráneo. Durante su estancia en esa isla conoce a una misteriosa mujer, Irene, bailarina de una compañía de teatro en gira, de la que, después de unas jornadas de tórrido amor, tiene que separarse. Quedan en volver a verse en Lampedusa, a donde Carracci le había dicho que tenía intención de dirigirse para visitar a una antigua aya: “Ahora Lampedusa -le confiesa- dejaba de ser un desvío sentimental para convertirse en una meta necesaria”.
Tras un año de espera en la isla pelagia, Irene, nunca llegó, pero Carracci relata minuciosamente cómo fueron aquellos lentos meses lampedusianos: su vida cotidiana, su enfermedad, su nuevo amor y matrimonio con Claretta, la joven sobrina de Marcella, su anciana aya, su partida de la isla movilizado como soldado y con destino en Somalia y Abisinia, sus días en Addis Abeba y su internamiento en un campo de prisioneros en el mar Rojo durante cuatro años hasta el fin de la guerra y, finalmente, su fugaz regreso a Lampedusa y noticia de la muerte de su esposa durante un bombardeo.
Al partir dice que llegó a la isla “bajo el influjo de la adolescencia y partía de ella entrado en la madurez: entre ambas mi juventud había ardido en las grandes hogueras humanas de la violencia y de la pasión (…). Las fuentes de la locura habían brotado a mi alrededor, los cuadrúpedos del crimen me habían ofrecido sus incitantes grupas, las delicuescentes fragores de la posesión se habían incrustado hasta la asfixia en mi garganta. La mayor plenitud, lo mismo que el mayor exterminio, había estado a mi alcance de igual modo que me había dado contemplar tanto esencia divina como la esencia tiránica y animalesca de los hombres (…). Había terminado la guerra, más la sociedad y la patria me eran ajenos; había terminado mi reclusión, mas el mundo de los humanos me era ajeno”.
Esos treinta años habían sido para él “Grecia, los dioses, los héroes, el mito, el arte, han sido los ladrillos con los que he construido mi muralla, mi mundo alejado, escéptico, distante… Las sensaciones antiguas, suavemente dolorosas, me han defendido del estrépito de las nuevas sensaciones, y las esperanzas que un día se alojaron para siempre en mi pecho me han librado de la obstinada búsqueda de esperanzas a la que los hombres son tan fútil, tan sangrienta, tan estérilmente dados”.
El narrador continúa el relato -terminado el flashback- con la nueva vuelta de Carracci a la isla en su compañía y su trágico final.
Entre las historias que, al igual que a Argullol, le relataron a Carracci los paisanos una se parece mucho a las que tienen lugar allí en los tiempos actuales: la de un buque dálmata condenado por la peste que, implorando la licencia de desembarco, estuvo dando vueltas a la isla “hasta que, rechazado siempre, y a veces cañoneado por la guarnición militar, se fue convirtiendo en un infierno flotante que, en circunvalación constante alrededor de sus salvación, se iba entregando al implacable exterminio del hambre, la sed y la enajenación”.
La visión de la isla va desde la derrotista que, durante el primer viaje, da a Leonardo Carracci el capitán del barco: “Un pedazo de desierto en medio del mar. Allá solo encontrará cactus, pobreza y hombres que odian a todo lo que les viene de fuera. Con razón aquello fue tantos siglos un refugio de corsarios y berberiscos. Y ahora, dicen, será un campo de prisioneros. Pese a que hace años que hacemos escala en la isla ninguno de nosotros, ni mis hombres ni yo, bajamos a tierra. Una barcaza se nos acerca, recoge las mercancías y los pasajeros y, luego, nos marchamos lo más pronto posible. Entre muchos marineros se la considera con supersticiosa reserva, pero yo creo, por lo que he podido divisar desde la cubierta, que es simplemente una isla condenada a la tristeza y a la miseria”.
Y, ya en tierra, la confirmación de esta miseria por Carracci: “La penuria de los habitantes de la isla era total. No tenían electricidad (no la hubo hasta 1951) y la escasísima agua, siempre salobre, debía ser extraída trabajosamente de pozos muy profundos. La superficie era tan yerma que la agricultura era inexistente si exceptuamos algunos polvorientos viñedos y algún maltrecho huerto. Monstruoso engendro del desierto y el mar, a primera vista Lampedusa parecía un grupo escultórico en el que desordenadamente se retorcían criaturas calcáreas y erosionadas”.
Cuando Argullol estuvo allí, aunque ya sí había electricidad, era gracias a un generador que dejaba de funcionar a las nueve de la noche; a partir de esa hora solo era posible alumbrarse con lámparas de gas.
Pero, finalmente, por parte del personaje, aparece una sentida visión exaltadora de aquella geografía: “Tal vez alguien diga que esto es un suelo yermo, sin vida. ¡Nada tan falso! La condición desnuda de la vida no se recubre de follaje exuberante ni de prados lujuriosos, sino que retiene la mirada hacia sus raíces interiores, hurga en las profundidades de su materia y bebe de su propia sequedad. Acaso se afirmará: es difícil descubrir la belleza en este pedazo de roca. ¡Nada tan mezquino! La belleza se halla aquí en forma superior, incorpórea, ajena a la materialidad, inaprehensible a nuestros acomodaticios sentidos. Pues es la belleza esencial, aquella que perpetuamente se crea desde la semilla de la devastación”.
La novela, como dije, fue publicada en 1981 por Montesinos Editor, en Barcelona; aunque en la solapa figure como la primera novela del autor, no es cierto: es la segunda. A este inexplicable error han de sumarse las numerosas erratas, la omisión de tildes en los interrogativos y alguna que otra falta de ortografía como movilización con be.
Y achacable al autor, entiendo, un incorrecto e incomprensible en un filólogo: “…como si algunos espíritus andaran sueltos”. Imagino que en las posteriores ediciones y en las de las editoriales Destino (colección Destinolibro) y Acantilado se habrán subsanado estos errores.
Aunque conocido el autor, sobre todo, por sus artículos en El País, tropecé con esta novela, casualmente, en uno de esos heterogéneos rimeros de libros saldados, que, periódicamente suelen poner las grandes superficies, y donde, por cierto, muchas veces gozosamente me he topado -lo que da idea de mis particulares gustos como lector- con títulos de bastantes de mis autores favoritos: Carlos Rojas, Cunqueiro, Joan Perucho, José Ingenieros, Pedro de Lorenzo… Fue un gran hallazgo.
Escenario singular, personajes -excepto Carracci y el narrador- elementales, terruñeros y prosa de quilates: la obra merece, al menos, una relectura; yo, al cabo de casi veinte años, con gran fruición, acabo de volver a ella.
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