La Virgen del Carmen! ¡La Virgen del Carmen!... De nuevo, 16 de julio, ha llegado el día de los marineros. Fiesta, alegría y fervor religioso a nuestra Patrona, la «Reina de los Mares, la Madre de los marinos, la Virgen que protege a los pescadores en los momentos de zozobra…», ¡Madre de Deu!, ¡Madre de Deu!... como mi Yaya, siempre pronunciaba a la primera dificultad, o a la primera tristeza que asomara a su puerta.
Es el 16 de julio de cualquier año de aquellos, sí, de los de entonces… el muelle Comercio se engalana para la ocasión; la Cofradía de Pescadores, Pósito y Cabildo, son las encargadas de organizar los festejos. Todos los años, desde tiempo inmemorial, se repiten los mismos rituales, a saber: por la mañana, cucaña, carrera de botes, de sacos y piñata; por la tarde, salida en procesión, y paseo por las aguas del puerto con la Virgen.
Toda la mañana, los pescadores han estado bajando al muelle Comercio; algunos han estados aparejando sus botes para la carrera, otros hacen corrillos y hablan y discuten entre ellos de las faenas de la pesca: que el pescao no vale dinero, que si la lancha no nos deja pescá, que si la melva entra cada vez menos… ¡Oh, la melva!, ¡que entre bien este año, Virgen del Carmen, que entre bien…!
Ya están todos los botes dispuestos en el cantil del muelle que da a la lonja; ya sólo esperan una señal para lanzarse con todas la fuerza de los remos, a sortear la boya que marca el extremo de la carrera. El Patrón Mayor, baja el pañuelo, y los pescadores a pecho descubierto, baten los remos con todo el vigor que dan sus brazos. Una dos, tres… infinidad de batidas; tensión, músculo, destreza… pasión, orgullo, hombría… amor de madre, como reza -grabado a fuego- en los brazos de algunos de ellos. Ya han doblado la boya, ya enfilan la meta, el esfuerzo ahora es mayúsculo; ora adelanta uno, ora adelanta otro; no sabemos quién va a ganar, unos animan al bote de los más jóvenes, otros al bote de los más curtidos; la lucha es magnífica, todos tenemos el corazón en un puño; yo, me inclino por los jóvenes; sólo quedan unas cuantas paladas más… ¡Venga, venga, chavales…! ¡Haced el último esfuerzo, morid de agotamiento en la bancada, pero por la Virgen del Carmen, ganad la carrera! Y efectivamente, el bote de los jóvenes, cruza primero la meta y los remos se alzaron al cielo. Es indescriptible la alegría con que se festejó aquella victoria, fue una verdadera locura y un verdadero estallido de aplausos, vítores, lágrimas, sonrisas… en definitiva, era la victoria de los jóvenes, de los que llegaban a la vida, la nueva generación que abría nuevos caminos a la esperanza y echaba en el baúl del olvido las heridas pasadas…
Acabada la carrera, dispusieron en unas de las traíñas, un mástil largo cubierto de cebo, y en el extremo una bandera. Cada concursante debía de caminar por encima de él, untado con cebo, y coger la bandera. Como comprenderéis, el paseo por encima del mástil se antojaba divertido, pues a cada dos o tres pasos, el valiente de turno, resbalaba y ya estaba con su espalda en el agua. Por si fuera poco, un bote, a cada momento volvía a untar cebo, para hacerlo aún más difícil. A cada chapuzón, seguía un concierto de risotadas y palmas como una venganza colectiva a la osadía y al atrevimiento de tomar la bandera. Aquello duró un buen rato y al final, uno de los más audaces, viendo que aquella empresa era imposible de conseguir, se lanzó hacia delante y a trompicones, con los brazos extendidos en cruz y aguantando el equilibrio como bien pudo, antes de resbalarse y caer, tuvo la fortuna de prender la bandera en el aire e irse con ella al agua, para al instante, lleno de orgullo, salir a la superficie con los brazos en alto y gritar hasta la extenuación: ¡la he cogiiiiiido!, ¡la he cogiiiiiido!...
Después, le tocaría el turno a la carrera de sacos y a la piñata de los peroles y al chocolate. Efectivamente, después de los chapuzones por conseguir la bandera, vendría la carrera de sacos. Así, que todo el gremio, se trasladaba a la explanada que estaba debajo del local de la cofradía, enfrente del cantil del muelle donde estaban amarradas las embarcaciones de palangres. Y una vez los concursantes se enfundaban los sacos hasta la cintura, se daba la salida entre la algarabía de todos. La imagen era bastante divertida, al no poder correr por tener los pies dentro de los sacos, el trayecto necesariamente había que realizarlo a saltos, con lo cual, se tropezaban continuamente unos con otros, yendo a parar, la más de la veces, de bruces al suelo. Al fin, alguno, se adelantaba a los demás y conseguía ganar la accidentada carrera.
También, acabada la carrera de sacos, se disponía otra cucaña frente a la escalera del magnífico edificio del salón-bar de la Cofradía -esta vez en sentido vertical-, que había que trepar y alcanzar la banderita del extremo. Y como en la anterior, está, se encontraba también untada de cebo, haciendo difícil su ascenso por ella. Los más audaces, lo intentaban una y otra vez, pero al momento, apenas gateado unos metros, resbalaban irremediablemente dando con los traseros en el bidón que soportaba el palo de la cucaña, y como no podía ser menos entre las risas de todos.
Después de unos momentos de tranquilidad, la concurrencia, ahora, se centraba en la piñata de pórtico de madera, del cual colgaban unas cacerolas de barro, rellenados de diferentes productos como: agua sucia, caramelos, monedas, colorantes… y que los concursantes, con los ojos vendados, tenían que intentar romper con un estaca. A cada intento fallido, los presentes, contestaban con un: ¡uyyy…!, y así, una y otra vez, hasta que de un certero estacazo, la cacerola estallaba en mil pedazos, desparramando todo lo que se hallaba en su interior. Y ésta incertidumbre de no saber lo que contenía dentro, era realmente lo que mantenía el interés de la atracción. Si rompía la cacerola de caramelos o la del dinero, los chiquillos nos acercábamos prestos a recogerlos; pero si la que rompía era la cacerola con colorantes o agua sucia, los asistentes intentaban alejarse para que no les salpicara. Y en este acercarse y alejarse se estaba hasta que por fin se rompía la última cacerola.
Y, como final de los festejos de la mañana, se terminaba con el chocolate a dos. Esta última atracción seguramente era la más cómica, pues consistía en sentados a una mesa, y con los ojos vendados, darle una cucharadita de chocolate al contrario. La gente se moría de la risa, porque como no podían ver, unas veces acertaban con la boca, pero otras veces, el chocolate, se derramaba irremediablemente por la cabeza, los ojos o la cara del contrario. Y así una y otra vez, entre las risas y las carcajadas cada vez mas exageradas, de todos los congregados alrededor de ellos. Al cabo, embadurnados de chocolate de los pies a la cabeza, y entre el desenfado general, se daba ganador al que lograba vaciar la taza antes. Y así, de esta manera tan sencilla, los pescadores, pasaban las mejores horas de la mañana entretenidos e inconscientes a lo que mañana la mar les deparara… Sólo el alborozo y la alegría, junto a una sonrisa de desnudez, podían hoy, ¡Virgen del Carmen!, ser capaz, de dibujarse en sus rostros…
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