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La vieja ‘mili’ en ultramar y Marruecos

El servicio militar en España  (la vieja ‘mili’) a finales del siglo XIX y principios del XX  creo que era tremendamente injusto, por la serie de arbitrariedades y atropellos que se cometían en materia de reclutamiento en el reemplazo obligatorio de soldados.

El sistema se regía por la Ley de 11-07-1885, que luego fue reformada por la Ley de 21-08-1896. En virtud de la primera, cuando los jóvenes cumplían 19 años, tenía lugar la “entrada en quinta” o “fiesta de los quintos”. Todos los pertenecientes a una misma “quinta” (los nacidos en un mismo año) lo celebraban por todo lo alto recorriendo las calles de los pueblos, cantando y bailando canciones populares alusivas al Ejército y a la vida en los cuarteles. Solían acompañarse de un acordeón o algún otro  instrumento musical que les animara en el bullicioso jolgorio que por las calles iban formando, sin dejarse nunca atrás una garrafa de vino con el que regaban las buenas viandas y los suculentos productos de la tierra que degustaban, fruto de los obsequios que obtenían al visitar la casa de cada  “quinto”. El día 1 de enero de cada año tenía lugar el acto público, anunciado con un pregón dado por el alguacil del pueblo llamando al alistamiento. La primera celebración tenía lugar el segundo domingo de febrero, tras realizarse en cada Ayuntamiento el acto de clasificación y declaración de soldados (“talla” y reconocimiento médico). Cada mozo solía ir acompañado de su padre o hermano mayor que lo llevaban al solemne acto de “presentarlo” al Ayuntamiento. La segunda celebración tendría luego lugar en el mes de diciembre tras el sorteo para determinar dónde iría destinado cada uno. Se trataba de una vieja tradición que tenía hondo arraigo popular en España.
El hecho de que en el sorteo les tocara ir a Ultramar (Cuba, Filipinas y Puerto Rico), o a África (Ceuta, Melilla o Protectorado de Marruecos), suponía tanto como caerle luto a toda la familia, porque además de estar un mínimo de tres años sin volver a ver al hijo o hermano querido, en muchos casos ni siquiera volverían a verlo, ya que si morían en combate serían luego enterrados en la lejanía, sin ni siquiera tener la oportunidad la familia de darles una digna sepultura. Hasta tal punto se temía a aquella situación, que había familias que recurrían a la picaresca de hacer la trampa de no empadronar al recién nacido para que en su día no fuera requerido para el alistamiento. Tras la exposición pública de las listas de los que debían incorporarse a filas según el registro del Padrón municipal, se concedía un plazo para formular las procedentes reclamaciones con los errores detectados (fallecidos, cambios de residencia, emigrantes, enfermos, inútiles, exentos, etc). Una vez corregido los posibles defectos, se tallaba al mozo, que debía medir descalzo al menos 1,5 metros, pesar 48 kgs, como mínimo y no padecer enfermedad infectocontagiosa. El segundo domingo de diciembre siguiente se festejaba el “sorteo” en la Caja de Reclutas correspondiente. Dos niños menores de diez años extraían los números en el sorteo, siendo los números más bajos los destinados a ocupar plaza en Ultramar o África.
Hasta aquí, nada habría que objetar contra aquella Ley de 1885. Pero más adelante regulaba las tres modalidades básicas entonces establecidas de servicio militar obligatorio, que eran: la “normal”, en la que cada mozo iba destinado donde por sorteo le tocara, sin más incidencias; la “redención mediante dinero”, para la que el artículo 151, disponía: “Se permite redimir el servicio ordinario de guarnición en los cuerpos armados mediante el pago de 1500 pesetas cuando el mozo deba prestar dicho servicio en la Península y de 2000 cuando le corresponda servir en Ultramar”; y la “sustitución por otra persona”, que eximía de prestar buena parte del servicio militar al mozo sustituido por otro sustituto que debía realizarlo a cambio de pagarle unas 800 pesetas. Y ahí es donde pienso que aquella ley comenzaba a ser tremendamente injusta, discriminatoria y muy inhumana, toda vez que permitía que a los hijos de los pobres no les quedara más remedio que ir a morir a los campos de batalla, mientras que los hijos de los ricos en muchos casos podían esquivar la muerte gracias al dinero que por ellos pagaban sus padres, lo que comercializaba la vida de las personas.
Ante las numerosas corruptelas, fraudes e injusticias que se cometían en materia de reclutamiento y la serie de protestas y escándalos que se originaban, hubo que modificar aquella ley por la nueva ley de 1896. Pero, como ya sentencia el vulgo popular: “Quien hizo la ley hizo la trampa”, pues lejos  de subsanar tan abultadas injusticias y arbitrariedades, lo que se hizo fue lavarle la cara a la anterior ley a base de “cambiar todo, para que todo siguiera igual”. Es decir, la mayoría de los defectos que con ella se proponían erradicar, quedaron en papel mojado, ya que los más pudientes siguieron ahorrando a sus hijos su “tributo de sangre” a cambio de dinero, que con sus vidas continuaron pagando las clases pobres. El tráfico de influencias se continuaba dando igual, como refleja. Juan L. Laponlide, en su libro “Pobre España” (Madrid 1898). Memorias de un coronel jefe de  Zona de Reclutamiento, extraídas de su diario personal, que decía:
“Día 1º de octubre.- La revista empieza el día 10. Ya estoy recibiendo cartas de recomendación para que dispense de presentarse a varios soldados o reclutas. No hago caso de ellas, y eso que son todos los caciques del distrito y de la provincia, y aun de personajes de Madrid. Un dato: casi todos los no presentados por enfermos, según certificación facultativa, han sido los hijos de las familias más acomodadas, aun los residentes en el mismo pueblo. Se deshonrarían sin duda personándose en el cuartel y diciendo: Presente, Juan de las Viñas. Es preferible molestar a los médicos o a un amigo que nos recomiende, aunque sea al mismo presidente del Consejo de Ministros. Me llama el capitán general y me sugiere que procure contemporizar algo con estas gentecillas, que son de mucha influencia, y con las que no es bueno ponerse enfrente. Precisamente se acercan las elecciones, y el Gobierno tiene interés en que salga por aquí diputado cierto apreciable y simpático yerno. Además, hay que ver si el Ayuntamiento nos da un local mejor que el convento ruinoso, según tiene ofrecido, y para conseguir esto no se debe rifar con él. Haré lo que pueda en el sentido que S.E. me indica. Día 31 de enero.- En fin, que se terminaron los sorteos y demás, y ya son soldados todos los que no han tenido 6000 reales para redimirse, o menor cantidad y mayor influencia con que ampararse de cualquiera de las mil trampas, que estos prestidigitadores caciques de los pueblos saben hacer. Yo he luchado cuanto he podido; pero mi esfera de acción, dentro de la ley actual, es limitadísima y he llorado de desesperación al verme impotente para remediar tanto abuso como se cometía ante mis ojos”.
La tercera modalidad, de “sustitución por otra persona”, solía estar sujeta a la ley de la oferta y la demanda, como si la persona sustituta fuera un simple objeto de cambio al que se podía regatear el precio en función de la mayor o menor necesidad de paliar el hambre que el sustituto y su familia padecieran. Tan injusta situación fue también denunciada por el escritor extremeño Víctor Chamorro en su novela “El pasmo”, basada en hechos verídicos. Uno de los casos que cita se dio en 1879, en la casona de un cacique rural de Berzocana, pueblo en que el cacique regateó el dinero a uno de sus mozos de mulas para que sustituyera a su hijo y, además, toda la familia del sustituto, encima, tuviera que estar agradecida al “amo”; circunstancia ésta que recojo como testimonio de que, apenas se profundiza en el tema, la conclusión a la que necesariamente hay que llegar es que se trataba de situaciones abusivas de explotación de vidas humanas, en la realidad de aquel ambiente caciquil y fraudulento que en aquella sociedad existía, fiel reflejo del estado amoral e hipócrita en que se encontraba el país, en el que las clases altas hacían frecuente uso abusivo de su influencia para eludir el compromiso militar valiéndose de su poder de facto en los pueblos para que se hiciera la “vista gorda” en la manipulación de las operaciones de tallas, certificados médicos, compra de funcionarios del Padrón o de votos electorales con la promesa de librar del servicio militar a quienes les votaran, declaraciones de testigos, partidas bautismales con firmas de párrocos ilegibles, etc.
Para tratar de remediar tan flagrantes injusticias, fue aprobada una tercera ley en 1912 que limitó la duración del servicio militar en filas a tres años y, tratando de dar la apariencia de ser más justa que las anteriores, hizo desaparecer la “redención en metálico” y la “sustitución por otra persona”; pero, como dice el vulgo popular, que “quien hace la ley hace la trampa”, pues cayó en la enorme contradicción de seguir sembrando la injusticia, al implantar la nueva figura del “soldado de cuota”, que tenía una reducción del servicio en filas rebajada a sólo ocho o cinco meses, si se pagaba una cuota de 2.000 ó 1.000 pesetas, respectivamente. Esta nueva modalidad volvió a hacer aquella ‘mili’ muy impopular, apareciendo las llamadas “agencias de deserción”, que facilitaban a los “tallados” la huída a otro país, principalmente a Hispanoamérica o a Marruecos; otros se automutilaban voluntariamente para el servicio, por lo que hubo necesidad de tipificar tal conducta como constitutiva de delito, con lo que no sólo se inutilizaba por sí mismo el inválido para siempre, sino que, además, tenía que pasar luego unos años en prisión.   
Por poner sólo varios ejemplos del absentismo que se daba en la incorporación a filas, en 1912, el 27 % de los mozos fue declarado no apto para el servicio, cifra que hizo sospechar a Romanones que muchos se malnutrían para adelgazar por debajo de los 48. kgs. de peso con los que ya se libraban de la ‘mili’; y los prófugos aumentaron al 21 %. En 1919 en Valencia sólo fueron declarados útiles el 65,05 %, con un 11,72 de prófugos. Y en Madrid resultaron útiles un 47,58 % y el 29,73 % prófugos. El malestar general por tener que ir a combatir a África en condiciones tan injustas en los comienzos del siglo XX, dio lugar a numerosas manifestaciones de protesta que secundaba buena parte de la población y también la misma clase política, ante el constante goteo de muertos y heridos que caían en emboscadas, con el enemigo oculto aguardándole entre la maleza del terreno o disparando desde las alturas. Los sangrientos desastres del Barranco del Lobo y de Annual, próximos a Melilla, hablan por sí solos.
Tras tan sonados desastres produjeron una honda conmoción en toda España, por haberse recogido miles de cadáveres españoles insepultos y mutilados que llevaban mucho tiempo sin ser enterrados tras haber sido masacrados con una crueldad pocas veces conocida. Tan lamentables hechos hicieron muy populares por entonces algunas coplas que eran cantadas a coro por el pueblo: ”En el Barranco del Lobo/ hay una fuente que mana/ sangre de los españoles/ que murieron por España/ Pobrecitas madres/ cuánto llorarán/ al ver que sus hijos/ a la guerra van”. Y “ni me lavo ni me peino/ ni me pongo la mantilla/ hasta que venga mi novio/ de la guerra de Melilla. Melilla ya no es Melilla/ Melilla es un matadero/ donde van los españoles/ a morir como corderos”. Las leyes 19/1984 y 13/1991, introdujeron luego notables mejoras; pero fue la Ley 17/1999 la que vendría definitivamente a poner fin al servicio militar obligatorio, implantando la actual profesionalización del servicio militar. Con todo, excluidas tan enormes injusticias, luego aquella la vieja ‘mili’ tenía otros aspectos bastante positivos, que otras veces he expuesto.

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