Opinión

La vida se la lleva Dios

E­­­n una mañana por la tarde, de un otoño primaveral le llegó una carta de su “amor de madre”, donde tristemente le decía que su salud empezaba a flaquear, que ya no podría subir a verlo, que aquel paquete que semanalmente le podía ofrecer y que a veces no le llegaba, tenía el sello de un día, de una hora sin minutos, de unos segundos que acumulados, se rompía en miles y miles de pedazos. Y por aquel camino que emprendió cuando se acercaba inexorablemente a los catorce años, delineaba una serie de frutos podridos que hacía tiempo tenían el olor que van dejando las huellas de lo que había sido su vida. Robos de pequeña monta en alguna que otra tienda de comestibles y delitos con cierto olor a desesperanza, dieron paso a atracos en joyerías del palacio del desprecio, de una botella de vino peleón con sabor a dolor de cabeza, a una vida que tenía marcado en su correaje treinta años de condena, de uno en uno, día a día en los vestigios de un mundo invertido. No supo entonces que su existencia no tenía otra vereda que el cerrojo al que se acercaba sin solución de continuidad. Aquel padre que le había tocado en suerte y que siempre estaba borracho, agresor de voluntades ajenas, partiendo la nariz de su madre una noche en la que ella no quiso hacer el amor, produjo el instante mas impropio de su existencia. Armado de valor y seguro de lo que emprendía, propinó varios puñetazos a su progenitor y dos puñaladas en el tercio superior izquierdo que, con la ira como bandera, mandó a aquel insensato a besar los benditos huecos de la parca… ese día lo escurrió a un nicho sin nombre. Convencido de que debía de cumplir su condena por haber matado a un hombre, que en este caso era su padre, una paradoja le había hecho vivir. Ingresó joven en la prisión del Hacho no acostumbrándose nunca al ruido que producía aquel implacable cerrojo cuando se cerraba a sus espaldas. Pero a pesar de ello, no se amilanó ante el futuro que se le avecinaba y trabajó en su formación para ser mejor cada día. Así consiguió sacarse el bachiller y terminar una carrera que, por los años de condena, no sabía si en algún momento podría desarrollar lo aprendido en su tiempo de reclusión. Su simpatía le hizo ganarse un prestigio ante sus compañeros y por eso todos sus amigos, esperando el momento y sabiendo que el cante era su pasión, desde su ventana con barrotes de oro y viendo a un barquito que faenaba delante de su internamiento, llegó el día en que se arrancó con su voz rajada pero sentida. Aquel día se convirtió en el auténtico ídolo de sus compañeros que, sinceramente, lo abrazaron. Unas lágrimas perdidas dieron rienda suelta a pensamientos agarrados a una condena que él suponía desproporcionada y que le había hecho pasar gran parte de su vida condenado a aquellos barrotes que le cerraron puertas y fracturaron esperanzas. (…) Siempre pensé que sería considerada la causa por la que un día cualquiera, se me reduciría el tiempo que debería estar privado de libertad, que un alma caritativa me tendría en cuenta porque el delito de asesinato tuvo su motivo en salvar de la muerte a mi querida madre, que las palizas que ella recibía debían de ser una atenuante para que mi tiempo de reclusión fuese considerada y medianamente entendida. Pero no fue así y cumplí mi condena casi íntegramente, día a día y con la ilusión perdida mes a mes, año a año (…). Cuando consiguió su libertad pasados muchísimos años, le fue difícil concebir los cambios que se habían producido en la sociedad. Una enfermedad degenerativa le sentó en una silla de ruedas cuando no contaba más de setenta años. Lo que él considero una vida perdida. Pasó más de treinta años agarrado a la condena impuesta y que solo le sirvió para ir, paso a paso, a buscar otra vida menos cruel. No llegué a conocer a este recluso pero sí a otros muchos que colgaban de sus espaldas delitos contra la integridad física de las personas… asesinato, homicidio, muerte a su pareja, a sus propios hijos, enfermos mentales que deberían recibir otra clase de tratamiento. En comparación con el relato descrito y las numerosas reformas que del Código Penal se han producido en estos años de progreso, estos despojos de la vida deberían ser acreedores a una Prisión Permanente Revisable, pero sin ser favorecidos en ningún aspecto porque, la rehabilitación y la reinserción, es aplicable a algunos de ellos, y es que la rehabilitación no existe. Esta llega cuando el recluso alcanza una cierta edad, entre los cuarenta y cincuenta años. Todas las ayudas recibidas en la Prisión, por parte de los Técnicos y Psicólogos, son importantes pero, sin tener unos datos fiables, son flagrantes los fracasos que protagonizan estos humanos a los que se les concedió un gramo de confianza. Es intolerable que la violación de la mujer se haya convertido en un hecho habitual. En “Manadas”, las maltratan y uno tras otro dan cuenta sexualmente de sus cuerpos. Si en esto radica la libertad de un pueblo, si nos movemos en la esperanza de que no nos toque a nosotros, si tenemos que observar atónitos como se vulneran los derechos de las personas, es que nos encontramos ante una sociedad enfermiza. Puede que sobre ellos, en los delincuentes reincidentes en ese tipo de delitos, se persone como asociación general la necesidad, refrendada por los ciudadanos y bien entendida por los Legisladores y que conduzca a un endurecimiento de las penas para estos delitos que preocupan sobremanera a las personas respetables y respetadas por todos y que se les ofrezca un mínimo de seguridad, que la Policía o Guardia Civil cuenten con los efectivos suficientes para intentar paliar este despropósito que tiene agobiada y asustada a la Población Española. Hilando frases, Confucio nos dejó dicho: “Aquel que procura asegurar el bien ajeno, ya tiene asegurado el propio”.

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