Apareció cuando nadie le esperaba y se disponía a regresar a sus orígenes. Vestía una cazadora de color tipo militar con capucha, camisa del mismo color y un pantalón vaquero, a juego con el color de su piel. Después de un tiempo esperando un visado para buscarse la vida en algún país de CentroEuropa, le llegó la noticia de que sería devuelto a su país, del que salió unos años atrás, con la ilusión intacta y la esperanza de adquirir una vida nueva para él y su familia. Sus recuerdos le llevaban a los inicios de esa aventura que preveía difícil y de tintes trágicos. Detrás de cada abrazo había una lágrima, tras nuestras palabras de apoyo se veía a un hombre vencido, perdido en la nebulosa de una decisión injusta, de un día arcaico que detuvo unos frutos que siempre había esperado que floreciesen. Aquel era el último día de un día, de una noche de sueños tirados por el vertedero de alguna que otra conciencia.
Su partida de aquel subsahariano territorio somalí, fue traumática en todos los aspectos. Con cinco amigos que tenían sus mismas ilusiones, emprendieron un camino desconocido en manos de algunos mafiosos que les cobraban por un viaje en patera para después abandonarlos. Pero antes y durante año y medio, caminó por los sabores que le recordaban a alguien, traspasando los límites de países en ruinas, de lugares tan sórdidos como la noche de aquella oscuridad que no tenía cercanías, de aquel día lleno de sombras negras, de aquel empezar que no tenía duelos ni perfumes. Con el pensamiento puesto en su mujer y sus cuatro hijos, llegó al Magreb una tarde de medianoche con los pies llenos de llagas y las manos vacías, blancas y frías. En la frontera de Beni-Enzar que separa Melilla de Marruecos, pudo comprobar que allí y cerca del Monte Gurugú, se perdían cientos de hombres esperando la oportunidad de saltar la valla que los conminaba, aquella barrera coloreada de concertinas preparadas para cortar aquellos cuerpos indefensos. Tras dos intentos fracasados y heridas por todo el cuerpo, pensó que antes de volver, optaría por recorrer Driuch, Tistutin, Monteaurrit, Alhucemas, Badberred, Chauen, Tetuán y llegar a la frontera del Tarajal, cerca de Ceuta, donde tendría otras posibilidades. Pero las vallas adornaban de igual manera las puertas que él buscaba, las mismas dificultades que encontró en su experiencia anterior. Cruzando el norte, tomó rumbo a Belionech, desde donde podía divisar la Isla del Perejil sentado en la playa de la Ballenera. Y así día a día, esperando el momento de atravesar aquella impaciencia vestida de agua de mar y agarrado al baile de la vida que le aconsejaba seguir, con sus oleajes y sus mareas. Fue allí, unido a la incomprensión, roto por el deseo, creyó en un día donde meditar… y esa fue la decisión que le impulsó a desterrar temores, de retar a los murmullos del mar y sus corrientes, a morir desvelando que aquel sufrimiento debía de tener algún premio, incluso para descansar en los brazos de Dios. Aquella madrugada cargada de vestigios tormentosos sin luna a la que abrazarse, decidió que había llegado el momento, que era la hora del hombre que había dejado de ser niño, aquel joven que un día decidió darle unas cuantas vueltas a su existencia, cerca de dónde Ulises quiso unir continentes a los ojos de la bella Tánger, envuelto en una balsa de plástico con trozos de miseria, dejando a su izquierda el islote del que todos hablaban pero que no tenía fundamento para que dos países se enfrentasen.
Siendo la hora del relevo de la guardia y cuando el mar dejaba a un lado su agitación, un sombrero de lluvia facilitó su pase a territorio español, a la playa de Benzú donde nadie le esperaba, ni siquiera el morito que cerca vendía pescado fresco a precio asequible y mucho más barato que en el mercado de abastos. Sintió el frío húmedo de las siete de la mañana, y pensó subido en una lágrima que por su mejilla bajaba que, cerca de veinte meses después, tenía y sentía miedo. Se acordó que allá, en un pueblecito somalí, quedaba una mujer y unos niños que por aquel entonces, ya empezaban a ser hombres. Ingresado en el Centro temporal de inmigrantes, pasaron los meses sin encontrar ningún tipo de solución. Trabajando como gorrilla o llevando carros de supermercados o en una esplanada donde existían aparcamientos, mandaba a su ciudad natal, Baidoa, muy cerca de Mogadiscio, el dinero necesario para que sus familiares pudiesen comer. Allá donde el hombre pagará sus fechorías, vertedor de basura nuclear en sus costas que, donde un día no muy lejano, el mar era azul celeste.
Con una arruga marchitada en su tez y una barra de pan de cincuenta céntimos, pestañeó levemente en la patera de su vida, donde lo conocí cuando hizo los exámenes para ingresar en la segunda parte de la vida, sin saber que hoy las cosas son diferentes y que los inmigrantes agreden, escupen, lanzan excrementos y dejan heridos a Funcionarios que cumplen con su función en el ejercicio del deber y de su obligación, donde controlan con esmero un esfuerzo muy poco remunerado.
En frase de Isabel Allende, nos dice “El exiliado mira hacia el pasado, lamiéndose las heridas; el inmigrante mira hacia el futuro, dispuesto a aprovechar las oportunidades a su alcance”.
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