La ventanilla

Salir de casa por las mañanas tiene algo de trágico para mí, pues oigo el griterío de las gentes que intentan pasar la mercancía al otro lado de la frontera. Mientras camino hacia la parada del autobús tengo que sortear a la muchedumbre, y veo a un hombre de avanzada edad, desarrapado y sin rumbo. Cuando llego a la parada me fijo en una mujer que siempre está allí: no entiendo cómo puede estar en lugar tan olvidado.
Después de guardar una larga cola, al fin me subo al autobús. Por el trayecto observo al hospital más triste del mundo; muy moderno sí, pero triste. Ni siquiera sus ventanas de colores pueden sustituir la belleza natural de las plantas y árboles. A su lado hay unas viviendas que tampoco sustituyen a la naturaleza con su colorido.
Haciendo el trayecto Frontera-Plaza de la Constitución, nunca puedo evitar fijarme en las carencias de La Almadraba. Las aceras brillan por su ausencia, y si las hay, son de medio metro. Contrastan con la modernidad de la barandilla de acceso unos metros más adelante. Para La Almabraba el presupuesto no alcanza, ya que los planes integrales son como los panes integrales: siempre sobran dos rebanadas, que no sirven para nada. Veo, asimismo, dos barcos atuneros varados en la arena, que para mí son como estatuas que simbolizan la muerte del sector pesquero en nuestra ciudad.
Según avanza el autobús va cambiando mi estado de ánimo: el Instituto de cristal, el campo de tenis, edificios preciosos..., el caos deja paso al orden poco a poco.
Por el morro me topo con algo que me advierte que me voy llegando al centro de la ciudad: es una escultura en una rotonda. Bajamos por la avenida de África, y aparece una de las esencias de Ceuta: una mezquita, rodeada de algunos edificios de viviendas que no pueden competir con ella en sensibilidad.
Más abajo nos encontramos con lo más bello del trayecto: las Puertas del Campo. La naturaleza, por fin, se digna a regalarnos su sublime presencia, sus aromas, y su plácida sombra. Más adelante, siglos de historia las contemplan: las Murallas Reales. Son como arrugas en la cara de la niña que no para de crecer.
Voy llegando al destino, y donde estaba la gasolinera, ahora hay un jardín con una estatua que parece tener vida propia, pero congelada en el tiempo. El sol se refleja en la cúpula de la catedral; es como un guiño de esperanza que me llena de tranquilidad. Hay quien se santigua delante de una imagen; otros pasan sin hacerlo, aunque respetuosamente.
Me apeo del autobús. Amplias aceras, semáforos, bancos, guardias de tráfico, papeleras por doquier... Hay casi la misma gente que en la frontera, sin embargo, aquí el bullicio no es angustioso. La gente pasea relajadamente por la amplia calle peatonal del Revellín. Hay quien camina con ligereza y mirando al reloj, seguramente llegará tarde al trabajo. Otros, se paran en algún escaparate que despertó su curiosidad.
Ya no hay bultos en la espalda. La gente sujeta bonitas bolsas de papel que no parecen muy pesadas. Es el cielo y el infierno, separados por un billete de autobús. Unos dragones miran desde su casa cómo las palomas juegan con los reyes de la plaza.
Paso a paso, llego a la marina. El viejo hospital está más viejo que nunca. La bandera española ondea sobre los campos de fútbol (el fútbol, que tantas alegrías nos ha dado este año).
Llego a ACEFEP y me olvido de todo. Siempre habrá desigualdades; y preocupándome por los demás lo único que conseguiré será enfermar. Además, ya hay gente que se ocupa de estos asuntos.