El sol ha traspuesto ya la Loma Colmenar. Sopla un ligero vientecillo de Poniente que invita a contemplar la hermosa vista de la Bahía Sur, sentado en uno de los bancos de piedra artificial que han emplazado en la Senda de los elefantes, corregida y ampliada, por la que desfilan paseando, trotando o corriendo, cientos de ceutíes. Un acierto para el ciudadano andarín, conseguido al precio de sacrificar un carril automovilístico de una carretera vital para el acceso y salida de la Ciudad.
A lo largo del paseo, que llega desde el Puente Martínez Catena hasta Miramar, luce una fila de insípidas palmeras washingtonias, de poca belleza y dudosa utilidad, pues debido a su alto porte y menguada copa, no proporcionan sombra alguna. A raíz de su emplazamiento, alguien escribió en este periódico una dura crítica señalando el error de tal plantación, máxime cuando la Ciudad está tomando medidas drásticas en cuanto a la protección de todo tipo de palmeras, muchas de ellas afectadas por una plaga de voraces gorgojos conocidos con el nombre de picudo rojo.
No parece tener mucho sentido el introducir ejemplares de árboles predispuestos al ataque del malvado picudo, que puede terminar con ellos en un santiamén.
Toma asiento junto a mí, mi amigo Fernando, que suele recorrer pausadamente la senda, al atardecer, con el que comparto la reflexión palmera. Fernando, que, además de observador, también se ha vuelto un tanto crítico, coincide con mi observación y me señala que según leyó hace un par de semanas en el periódico, se ha adjudicado a una empresa de Elche la implantación a lo largo del Paseo Marítimo de la Bahía Norte, de otro extenso lote de palmeras de ese mismo tipo, con lo que Ceuta puede pasar, en poco tiempo, a ser considerada la Ciudad washingtonia por excelencia.
En diferentes ocasiones personas de reconocida solvencia han escrito en este periódico sobre la errática política municipal de protección de la naturaleza, especialmente en lo que respecta a la conservación y repoblación arbórea. Con frecuencia inusitada se quitan y ponen árboles en calles, parques y jardines, sin orden ni concierto. Se importan especies vegetales de las más extrañas procedencias. Se talan bosques arruinando el escaso patrimonio vegetal del territorio, que con el tiempo quedará convertido en un mazacote de hormigón rodeado de palmeras extravagantes…
Por los hechos, no parece que quienes deben velar por la coherencia forestal,(¿Obimasa?) tengan establecidos unos protocolos para actuar en cada uno de los diferentes ámbitos ciudadanos, evitando de esa manera gastos inútiles, esfuerzos y la desaparición de ejemplares centenarios, como ha ocurrido en el Parque de SanAmaro, en el que –por lo que parece- las especies vegetales van a ser sustituidas por una ringlera de fuentes rumorosas.
Desde el punto de vista medioambiental resulta infinitamente más rentable y eficaz el preservar y favorecer, con sentido común, el desarrollo de la masa árborea de la ciudad, que el exagerado afán de engalanar plazas y calles con flores importadas, en un incesante vaivén distributivo que deja atónitos a quienes nos visitan.
Es posible que sea esa, precisamente, la idea que prime en los actuales mandamases de la cosa medioambiental.
De regreso, atravieso la calle Jáudenes bordeada de hermosos magnolios en flor que ya deben superar los 5 o 6 metros de altitud, lo que –en vista de lo ocurrido en la calle Independencia en su día- pudiera motivar las quejas de los vecinos y su posterior sustitución.¿Por palmeras washingtonias?....
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