Opinión

La sesión de investidura

Dice el Libro de los Proverbios que una” larga espera enferma el corazón, y que el deseo conseguido es árbol de vida”.  Es evidente que si el Congreso de los Diputados no hubiera sido capaz de elegir a Mariano Rajoy Presidente del Gobierno, el corazón infartado de los españoles hubiera provocado al Estado  una parálisis orgánica de incalculables consecuencias.

Afortunadamente ha funcionado el desfibrilador del sentido común y se ha plantado la semilla de un nuevo árbol de la vida política española. Era un deseo generalizado que se ha cumplido a pesar de quienes les ha vencido el rencor y el odio por encima del interés y el bien común de la ciudadanía.

Los españoles exigimos un Gobierno justo y eficaz que nos llene de optimismo y esperanza frente a esas voces negativas, torpes, altisonantes y despreciativas que sorprendentemente resonaron y no sin preocupación en una parte de los escaños del Congreso durante la sesión de investidura.

El diputado Iglesias, imbuido de su habitual desaliño y despreciable actitud hacia el respeto parlamentario, acompaña a su chulesca altanería el irrefrenable deseo de conquistar el poder al más puro estilo revolucionario decimonónico, blandiendo y esparciendo a diestra y siniestra un verbo hiriente y destructor en busca del fácil aplauso de sus admiradores callejeros que, poco a poco, irán descubriendo como él y sus “señorías” descamisadas se irán encastizando desde sus cómodos sillones parlamentarios.

El rol más complicado y difícil de esta sesión le tocó al portavoz socialista Antonio Hernando. Hay que reconocerle valor y entrañas para metamorfosear el “no es no” de su anterior jefe de filas Pedro Sánchez y el suyo propio por una abstención que ha permitido asentarse al Presidente Rajoy en la jefatura de gobierno. El tiempo le recompensará con una sonrisa el insomnio que le habrá producido la noche más oscura de su alma. Indudablemente Javier Fernández, presidente de la gestora socialista y él mismo nos han proporcionado un suspiro de alivio a los españoles, es justo reconocerlo y agradecerlo.

Pero si hay un personaje peculiar y destacable en el parlamento español por su mirada, su siniestra vestimenta y su desafiante figura es el conocido como Rufián de nombre Gabriel, hijo y nieto de andaluces y activo y desaforado independentista. Tiene el mérito de haber aunado a la Cámara en un sonoro aplauso al portavoz socialista como signo de rechazo a los graves insultos que dirigió a la bancada que representa. Su delirante, tambaleante y a veces indescifrable palabra le van a hacer acreedor a lo largo de la legislatura de un inmerecido protagonismo. Su sola presencia ya está siendo piedra de escándalo para buena parte del hemiciclo.

Al presidente Rajoy, después de un agotador calvario de acusaciones, silencios, frustraciones, dudas e incomprendidas decisiones le ha llegado la hora de  despojarse del pesado lastre de las presiones e incertidumbres. La tensa espera se reflejaba en una mirada sería del candidato que llevó a Albert Rivera a pedirle afectuosamente que no tuviera miedo, que iba a ser una nueva forma de gobernar pero que nada le impediría  acertar. Fueron quizás las palabras más agradecidas por su humanidad y comprensión que merecen destacarse y que debieran ser la premonición de un “nuevo estilo” de debate que es urgente y necesario restablecer.

Estamos a punto de iniciar un nuevo capítulo de la ya larga historia política del pueblo español. Los dos grandes partidos tradicionales asumen unos retos de hondo calado para encarar un novedoso escenario que les exigirá un gran esfuerzo de renovación interna en el “aggiornamiento” de sus estructuras y liderazgos y muy especialmente en las respuestas que requiere una sociedad que exige ser gobernada desde la justicia, la verdad y honradez de sus gobernantes.

Siempre serán bienvenidos políticos y partidos que desde su novedad y frescura aporten moderación, sensatez y patriotismo para dar frondosidad al árbol de  vida que nos aleje de una enfermedad que en estos 300 días de larga espera podría habernos acercado a una profunda crisis de supervivencia como nación fuerte y poderosa que somos.

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