La amnistía fiscal consiste en que el Estado, por motivos excepcionales, exonera o perdona el incumplimiento de las obligaciones tributarias a quienes no las cumplieron a su debido tiempo. Es una medida que se utiliza para que un determinado colectivo de potentados contribuyentes con mayor capacidad económica afloren al Fisco los bienes o derechos ocultos, casi siempre en paraísos fiscales. Y, si a un ciudadano normal le corresponde tributar entre un 20 y un 47 % de sus rentas, según el nivel de las percibidas, y no las declara, Hacienda le puede hacer luego pagar con carácter retroactivo hasta cuatro años atrás a los que alcanza la prescripción; más se le impone una sanción que puede alcanzar hasta el 150 % del valor de lo defraudado, más los intereses de demora por el retraso, más los recargos por la presentación de la declaración fuera de plazos; más, si no paga a tiempo, se le puede iniciar la vía de apremio con embargo sobre el patrimonio. O sea, la Administración lo cruje, con sólo aplicarle la ley. Eso es legal y, por eso, todos debemos declarar y pagar debidamente.
Sin embargo, en el caso de los defraudadores amnistiados, quienes hubieran ocultado al Fisco sus ingresos y terminaran acogiéndose a la amnistía, sólo debían pagar el 10 % de lo defraudado, que al final se les redujo al 3 %, sin imposición de sanciones, sin pago de intereses de demora ni recargos. O sea, la amnistía hace de mejor derecho a los defraudadores que incumplen sus obligaciones tributarias, frente a los ciudadanos honestos que cumplen y pagan. En España se han aplicado varias amnistías fiscales : En 1977 por Suárez. En 1984 por Boyer. En 1991 por Solchaga. Y la de Montoro en 2012.
Hace sólo días el Tribunal Constitucional (TC) dictó sentencia recaída en el recurso de inconstitucionalidad nº 3856-2012, interpuesto por 105 diputados de la oposición contra la disposición adicional primera del Real Decreto-ley 12/2012 por el que se aprobó la amnistía fiscal que nos ocupa; porque habían disminuido los ingresos en 70.000 millones de euros. Fue una medida extraordinaria ante una situación excepcional muy difícil, que ayudó a no ser rescatados. Pero lo que aquí se trata de analizar desde mi punto de vista personal (que puede estar equivocado) es si la amnistía fue o no justa, o si se podían haber adoptado otras medidas menos perjudiciales para las sufridas clases media y trabajadora, a las que tanto se les ha “metido las manos en los bolsillos” durante la crisis.
La sentencia del TC es muy dura contra con el Ejecutivo, dado que en la misma se vierten juicios de valor quizá innecesarios, tales como que el Estado “abdicó” de sus obligación de hacer cumplir con el deber de tributar de todos los contribuyentes, que “legitimó” como opción válida el fraude fiscal frente a los contribuyentes que cumplen sus obligaciones tributarias. Bien es cierto que el mismo TC lo justifica porque el objetivo de conseguir una recaudación que se considera imprescindible no puede ser, por sí solo, causa suficiente que legitime la quiebra del objetivo de justicia al que debe tender el sistema tributario.
En resumen, que se amnistió a muchos defraudadores que no declararon, ocultaron rentas y no pagaron, concediéndosele un plazo especial para presentar la declaración y siendo objeto de privilegios, aplicándoles un tipo de gravamen muy reducido. Y con ello, se hizo de mejor trato y derecho a quienes habían defraudado, respecto de los que sí habían cumplido debidamente y pagaron su deuda tributaria. En realidad, la situación no pudo ser más injusta y discriminatoria.
Para que se pueda tener una idea de los injustos efectos que el Decreto-ley produjo a los contribuyentes que pagan, se cita el siguiente ejemplo: Contribuyente que en 2008 percibe un millón de euros. Diferentes consecuencias tributarias que tendría según si declarara debidamente o no: a) Si hubiera cumplido con su obligación en plazo voluntario, habría soportado un coste fiscal de 430.000 euros a pagar (el 43 por 100). b) Pero, si se hubiese acogido a la amnistía, el coste fiscal habría sido sólo de 100.000 euros (el 10 por 100). c) Si hubiese regularizado su situación tributaria fuera de plazo antes de ser requerido por la Administración, habría tenido que abonar los 430.000 euros, más un 20 por 100 de recargo por el interés de demora por el retraso. d) Si hubiese sido objeto de requerimiento y regularización administrativa de oficio, al coste de los 430.000 euros habría que sumarle 70.874 euros de intereses de demora y una sanción que podía llegar hasta el 150 % de la cantidad defraudada, lo que le llevaría, en el mejor de los supuestos, a un coste de 715.874 euros, que sin poder acogerse a la amnistía hubiese tenido que pagar a Hacienda.
La sentencia ha declara que el Decreto-ley 12/2012 vulnera el “Principio de reserva de ley”, habiendo anulado dicha disposición adicional primera referida a la amnistía por defecto de forma, sin entrar en otras consideraciones y sin ser susceptible de modificación sus efectos, dado que la misma había ya ganado la prescripción extintiva. El TC razona que cuando la Constitución autoriza el establecimiento de prestaciones patrimoniales de carácter público no lo hace de cualquier manera, sino “con arreglo a la ley”. Con esta previsión, la sentencia está consagrando el principio de reserva de ley, de manera que cualquier prestación patrimonial de carácter público, de naturaleza tributaria o no, debe fijarse por la propia ley o con arreglo a lo dispuesto en la misma.
El Real Decreto-ley tiene rango de ley; pero es dictado por el poder Ejecutivo en casos de extraordinaria y urgente necesidad. Requiere de posterior convalidación o ratificación del poder legislativo, habitualmente en un plazo breve, porque el Parlamento se limita a ratificar la situación de urgencia que ha llevado a la promulgación de la norma. El resultado final es el mismo, pero la tramitación es mucho más rápida y se evitan debates parlamentarios, que sí se discuten y razonan más exhaustivamente en la ley emanada del Parlamento. El Decreto-ley no puede afectar al ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos; no debiendo ser utilizado abusivamente. En resumen, el TC lo ha anulado sin entrar a conocer las demás vulneraciones en que el Decreto-ley pudo incurrir. Pero, a mi modesto juicio, el mismo conculcaba también los siguientes principios consagrados en la Constitución y en la Ley General Tributaria:
“Principio de justicia tributaria”, al establecer la amnistía la posibilidad de realizar un pago de sólo el 10 por 100 del importe de las rentas declaradas en sustitución de todas las demás obligaciones tributarias exigibles, que quedó en un 3 %. Este principio constituye un mandato al legislador que le obliga a buscar la capacidad económica allá dónde se encuentre, impidiéndole establecer beneficios fiscales que no están suficientemente justificados en términos jurídicos, como nunca pudo estarlo la injusta medida de favorecer a quienes habían ocultado a la Administración tributaria tan importantes bases imponibles.
“Principio de igualdad”, que ha de valorarse en cada caso teniendo en cuenta el régimen jurídico sustantivo del ámbito de relaciones en que se proyecte; y en materia tributaria es la propia Constitución la que ha concretado y modulado el alcance del artículo 14 en un precepto –artículo 31.1.”; concluyendo que la igualdad ante la ley tributaria, en este caso, resulta ser indisociable de los demás principios de generalidad, capacidad y progresividad, en el ámbito específicamente tributario”. Así, en la STC 209/1988, de 10 de noviembre, el TC ha sentado que el concepto de igualdad, no impide cualquier desigualdad, sino sólo aquéllas que puedan considerarse discriminatorias o arbitrarias, por no estar fundadas en algún criterio amparado por el ordenamiento. Y el tributo es justo si se adecua a la capacidad económica del sujeto que ha de pagarlo, de tal modo que los titulares de una capacidad económica mayor contribuyan en mayor cuantía que los que están situados en un nivel inferior, enlazando este principio con el de “progresividad”.
Este principio de igualdad impone al legislador el deber de dispensar un mismo trato a quienes se encuentran en situaciones jurídicas iguales, con prohibición de toda desigualdad que carezca de justificación objetiva y razonable o resulte desproporcionada en relación con dicha finalidad. Y, en el caso de la amnistía, ciudadanos en situaciones jurídicamente comparables fueron objeto de un trato diferente, aplicando la ley con bastante más rigor a quienes voluntariamente declararon, y dando un trato mucho más benévolo a los que defraudaron. Por eso, a los 31.000 potentados contribuyentes que se acogieron a la amnistía fiscal se les ha dado un trato de favor que luego nunca se da a quienes perciben una nómina como modestos trabajadores, y con los que la Administración tan celosa es para exigirle hasta el último euro, sin ninguna clase de contemplación y hasta las últimas consecuencias. Y hace bien, como debe ser. Pero, por lo menos, con igual exigencia debería comportarse con los defraudadores que con las personas honradas que declaran y pagan.
“Principio de generalidad”, que proscribe los privilegios, la exoneración de cargas fiscales sin fundamento desde el punto de vista constitucional. Y es evidente que el régimen de regularización previsto en el Decreto-ley de amnistía vulnera el principio de generalidad al eximir del pago a un colectivo de contribuyentes cuya nota característica es la de haber defraudado a la Hacienda Pública, al no existir ninguna justificación que lo legitime desde el punto de vista constitucional.
Y, finalmente, se vulnera también el “Principio de capacidad económica”, al eximir de tributación, precisamente, a los contribuyentes de mayor capacidad económica, aplicándoles sólo 3 %, con independencia de la cuantía de la renta declarada. En fin, una tremenda injusticia
Pero, ¿podía el Ejecutivo haber optado por otras fuentes de recaudación que hubieran resultado más justas?. A mi juicio, inequívocamente, si. Y con ello hubiera legitimado más la urgente medida recaudatoria que se necesitaba. Ahí está la amplia y urgente reforma que se necesita de las distintas Administraciones Públicas: Central, autonómica y local, tantas veces anunciada, pero que sigue siendo la asignatura pendiente de todos los gobiernos, pues sólo se han dado leves pasitos cortos. Y, según creo, por un lado, hacen falta muchos funcionarios de carrera, eficientes y eficaces, con medios suficientes para sacar a la Inspección y los Servicios de los despachos y ponerlos a investigar en la calle, donde está el hecho imponible y más y mejor se detectan las bolsas de fraude.
Pero, a la vez, dichas Administraciones necesitan una buena poda, al estar sobrada de organismos, personal y numerosísimas empresas públicas superfluos. Por ejemplo, proliferan asesores políticos de todas clases superpuestos a los funcionarios y asesores técnicos especialistas en la materia; siendo los políticos de confianza designados a “dedo” los que más engordan la Administración del Estado, sobre todo, en las Administraciones autonómica y la local, multiplicando los puestos de trabajo, a veces descoordinados e inconexos y en bastantes casos estorbándose unos a otros. Nada más el Presidente del Gobierno cuenta con unos 600 asesores (no sólo ahora, antes también), según los medios.
Y el déficit público puede equilibrarse, o bien aumentando los ingresos, o reduciendo los gastos. Pero todos quieren gastar más. Luego, existe una multiplicidad de organismos, órganos, entidades, sociedades públicas, mancomunidades, etc, para el desempeño de unas mismas funciones. En ellos, todos quieren obtener mayores ingresos, pero del Estado. En Hacienda mismo, si un contribuyente tiene un problema, a veces le es difícil saber dónde tiene que acudir, debido a la amalgama de organismo: Administración central, autonómica y local, cada una con sus correspondientes delegaciones, edificios, competencias, empresas públicas, gerentes, asesores, vocales, gastos de representación, dispendios, que más que colaborar unas con otras, en muchos casos se declaran la guerra entre sí.
Mientras tanto, el ciudadano cada vez se ve más acosado, con mayor presión fiscal en tasas, contribuciones e impuestos. Y eso necesita un enfoque serio y una resolución decidida.
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