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La ronda de las moras

Caminar, pasear andar…Pareciera que hemos nacido para eso, para lanzarnos al extremo de lo que  alcanza nuestra  vista y nos permitan nuestros pies.

Correr de un punto a otro, de un lugar conocido a otro desconocido que nos atraiga por su extrañitud y por su lejanía. Andar paso a paso hasta encontrar el recodo donde se sitúe el espacio donde hayamos de encontrar el término de nuestra búsqueda… Caminar hasta encontrarnos, hasta que no tengamos dudas de quienes somos y que significados tienen nuestros nombres…
Y en esta pequeña ciudad, en esta pequeña encrucijada de caminos que ha dado en llamarse Ceuta, pareciera que todo paisano tuviera la imperiosa necesidad de caminar, de pasear y de andar… Si te levantas al alba pensando que eres el primero en echarte a la calle a caminar, quedas de inmediato circunspecto, porque siempre hay alguien que ya lo hizo antes que tú…Y si al atardecer, con las primeras sombras de la noche, de nuevo   lo intentas, volverás a sorprenderte, porque de seguro que ya también alguien se habrá adelantado…
Y en esta riada de caminantes, de viajeros por unas horas, nosotros -mi amigo Guille y yo-, una vez dejada La Puntilla, nos encaminamos por El Sardinero, Las Puertas del Campo, El Ángulo -Murallas Reales y Foso-, El puente del Chorrillo, La Brecha, El Paseo Colón, La Glorieta, y la subida del Recinto, a La Ronda de las Moras…
Vamos subiendo los primeros repechos hasta el Cine África, y continuamos hasta el primer mirador, donde se abre una bahía hasta cabo Negro que se nos antoja infinita y azul. Todo es tan azul, que el cielo y el mar, como amantes tocados por la locura del amor, se abrazan y se unen de tal manera que ya no distinguimos la tenue línea del horizonte que habría de separarlos.
Continuamos bordeando las calles Pasaje Salud, Sevilla y Molino en el Recinto alto; proseguimos por El Pasaje Recreo,  las Casas Prácticas y el Sarchal. Una vez dejado las últimas casas del Sarchal y avanzamos en la recurva que se alza sobre el brochazo   blanco del  Morabito, comienzan a dejarse ver las primeras moras. Alcanzamos el mirador de la cala y playa del Desnarigado; y desde aquí hasta el cruce con San Antonio y la fortaleza del Hacho, las zarzas se dan profusamente desde el borde mismo de la carretera hasta las barrancas que descienden por el valle hasta el mar.
El fruto de las zarzamora es primero verde, luego de color rojo antes de madurar, después, una vez madurado, se torna de un color morado obscuro, casi negro,  que tinta los dedos y la boca cuando se coge   y se degusta. Su sabor es agradable y su recogida esta llena de las fantasías infantiles de “ir a recoger moras…”, que tanto hablan los relatos de los cuentos. Se ha de tener cuidado de no llevar a la boca las de color verde y rojo, pues todavía no han madurado y su gusto es aún fuerte. Cuando maduran se tornan moradas -de ahí su nombre- y es un verdadero deleite tomar un buen puñado e ir estallándolas en la boca hasta  sorber su dulce sumo.
No conviene abusar y sólo tomar un buen puñado, y dejar para otro día la ilusión de volver a encontrarlas… Si os fijáis, muchos de los racimos están decaídos y mustios, pasadas del tiempo de la maduración. Nadie las ha tomado ni degustado, pero secadas al fuerte sol de agosto, sus semillas se esparcirán por el monte y darán lugar a otras floraciones aquí y allá donde la tierra tenga a bien acogerlas…
Y, en nuestra andadura,  giramos a la  izquierda camino de la ermita de San Antonio, dejando el Faro a la  espalda; hoy, lo hemos abandonado por la visita al Santo; mañana, lo rodearemos y haremos su ruta. La cuesta se empina y para sosegarnos tomamos un buen trago de agua y, luego, volcamos un chorro sobre nuestras cabezas que nos refresca y nos da nuevos ánimos.  Continuamos, y entre pinos, columbramos el valle verde, soñoliento, ausente de nuestra presencia  de Pino Gordo, y la carretera  que desciende hasta las playas y el mar que se abre al Estrecho a Poniente de la Punta de Santa Catalina.
En este último tramo la fortaleza del Hacho se nos acerca de manera agigantada y ciclópea, que casi podemos tocarla; los cañaverales suben hasta ella dibujando  una cenefa de verde encañado, que contrasta con la tosquedad y la aridez parda de las piedras de los lienzos de  murallas. Y de nuevo, como un milagro, aquí y allá se dejan ver las zarzamoras con sus racimos rojos y morados que, al sol, refulgen como si fuesen de metal y ávidas de ser prendidas… Entre las hojas y las espinas de las ramas, se trasluce la silueta blanquecina, añil, del Yebel Tarik, Gibraltar, ahondado a lo lejos en la calima espesa de la mañana…
Y al punto de llegar, peregrinos del franciscano, una voz nos dice: “Desean entrar a la ermita”. Y como un pequeño milagro, el Hermano Mayor de la Cofradía -Carlos Orozco Pérez-,  nos abrió la verja de entrada, las puertas, y pudimos contemplar al Santo y a su capilla en el recogimiento que la fortuna quiso otorgarnos. Rezamos una pequeña oración, sólo unas palabras, para qué más… Sólo unas palabras para pedirle a San Antonio que ponga calma al desamparo de los Hombres y, nos ayude a encontrar la compasión que un día habitó en nuestros corazones…
Nos despedimos del Hermano –le agradecimos  su generosidad, y le apuntamos, ¡Dios lo quiera!, peregrinar el año que viene…- y, desde el borde de la balconada, miramos sobrecogidos, la mancha  extensa del Estrecho, la magnitud del Yebel Musa…y el brillante blancor de Ceuta. Luego, saltamos un muro, y a la espalda de la ermita, en la revuelta  donde apenas  nadie transita,  a escondidas, se encontraban las últimas y las mejores ramas cargadas de racimos de zarzamoras. Rojas y moradas moras, en el último suspiro, unas para dejar madurar y, otras, ávidas, para ser prendidas, deseadas, yo, mejor diría: guardadas en el corazón, guardadas como el mejor recuerdo de todo aquello que no puede mudarse,  que no puede extinguirse, que no puede desparecer en este apartado lugar, allá junto a la ermita de la Ronda de las Moras…

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