Categorías: Opinión

La regeneración

Regeneración. Palabra de moda. Que se cuela endiabladamente por todas las rendijas punzando conciencias. La sociedad española, aturdida y apesadumbrada, se ha percatado de que la democracia que hemos construido es un fiasco. En treinta años, sólo aprendimos a  votar. A duras penas, y cada vez menos. Nuestra capacidad intelectual colectiva, ha quedado reducida a un esperpéntico concurso de iconos. Deambulamos como un péndulo entre opciones confusas e intercambiables, aderezado con algunos figurantes secundarios. Pero hemos sido rotundamente incapaces de crear una cultura democrática. Porque terminamos por desdeñar (cuando no rechazar) todos los valores y principios en los que se inspira un régimen político fundamentado en la formación e información de los ciudadanos.
No deja de ser muy triste que el creciente movimiento de contestación al sistema se haya producido por el hecho de que se hayan vaciado las carteras. Eso significa que no se cuestiona la corrupción en sí misma, sino que depende del contexto. Estremecedor. Se diría que la indignación está provocada más por envidia que por un sentimiento de repugnancia ante comportamientos deleznables. Porque nada de lo que ahora se conoce y se critica con extrema dureza es nuevo ni desconocido. Sólo un zote puede pensar que los partidos políticos se financian limpiamente. Los episodios de corrupción han salpicado la historia democrática de España de norte a sur. Este incontrovertible hecho, nos lleva a una interesante pregunta. ¿Dónde debe empezar la regeneración democrática? O dicho de otro modo, ¿quién es el principal responsable de cuanto está sucediendo? La respuesta a estos interrogantes se antoja determinante, pues de ella depende que, efectivamente, logremos sanear la democracia, o que todo quede en una efímera efervescencia de inoportuna honestidad.
Por ello empieza a ser preocupante la deriva mayoritaria que está tomando el tratamiento social de esta cuestión. Una mayoría, acaso muy amplia, imputa el mayor grado de responsabilidad a los políticos, y encuentra la solución en los tribunales de justicia. Tremendo error. Es cierto que sería deseable expulsar de las instituciones, e incluso encarcelar,  a una cantidad nada despreciable de cargos públicos; y que sería muy reconfortante para un pueblo hastiado, comprobar que la justicia actúa de manera eficaz y efectiva. Pero esto no resuelve el problema de fondo. La conducta de los políticos está siempre moldeada por el cuerpo electoral que los sostiene. Lo explicaremos con un ejemplo muy cercano.
Todos los ceutíes saben, de manera indubitada, que el Gobierno de Vivas ha practicado el enchufismo desaforadamente. No hay ni un solo ciudadano que ponga en tela de juicio esta aseveración. Hasta sus más entusiastas devotos lo reconocen. En una ciudad muy severamente castigada por el paro, el tráfico de empleo público, debería ser considerado un comportamiento asaz punible. Sin embargo, la inmensa mayoría de los ciudadanos ha obviado esta felonía reiterando la confianza en su ejecutor. ¿Por qué motivo el Presidente va a corregir su proceder si los votantes no se lo reprochan?
Algo muy parecido sucede con la credibilidad de los discursos. En una democracia la palabra es el único vínculo entre representados y representantes. Para que funcione, el requisito indispensable es la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. En caso contrario, se produce una perversión de la confianza depositada en el político, que arruina el sistema, convirtiéndolo en un juego frívolo. Si los ciudadanos no sancionan la hipocresía manifiesta, ésta tiende a ocupar el espacio del debate con el consiguiente descrédito de la actividad política. Pondremos otro ejemplo.
Recientemente, el PSOE de nuestra Ciudad, ha formulado un pronunciamiento muy ácido sobre el Gobierno de la Ciudad, basado en algunos datos indiscutibles. El paro, el fracaso escolar y el índice de pobreza. Quien decía estas cosas, hace sólo un año, era uno de los responsables directos de este formidable desaguisado, aposentado en su privilegiada moqueta de la Delegación del Gobierno. ¿Cómo puede exhibir tal grado de cinismo sin pudor alguno? Porque tiene la convicción, avalada por la experiencia, de que los ciudadanos no lo tomarán en consideración.
De todo lo expuesto, extraemos una conclusión. En un sistema democrático, los responsables últimos de cuanto sucede son los ciudadanos. La regeneración de la vida pública se debe producir en la conciencia de cada individuo. Sería conveniente sustituir el alarido por la reflexión. No es tan complicado. Basta con ser consecuente. Si una persona piensa que robar está mal, no debe votar a quien roba. Si alguien cree que mentir es repudiable, no debe votar a quien miente. Y así, sucesivamente.

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