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La primera impresión

Seguro que todos en más de una ocasión nos hemos dejado llevar por la primera impresión, por el primer golpe de vista y hemos juzgado a una persona sin conocerla realmente. Y seguro que algunas veces hemos acertado, pero otras hemos fallado.
Desde hace mucho la Psicología trata de conocer la personalidad. Para ello se han construido extensos y completos tests y cuestionarios que exploran la personalidad en muchos de sus variados aspectos. Ante la dificultad que supone conocer la personalidad a través de estas pruebas psicológicas, se comprende que es aún mucho más difícil acertar basándonos sólo en la primera impresión.
Dicen “la cara es el espejo del alma”, “la primera impresión es lo que cuenta”… Puede que en algunos casos sea así, pero no siempre. Juzgar a una persona por la primera impresión lleva, indudablemente, a cometer injusticias. Yo mismo las he cometido.
Recuerdo que hace muchos años llegó al centro educativo en el que yo estaba, un profesor que me causó muy mala impresión en los primeros momentos que lo vi. Se mostró muy contrariado y descontento con el curso en el que le había tocado impartir clases y no dudó en manifestarlo en público en un claustro, airadamente. Yo pensé que cómo un profesor que acababa de llegar podía hacer esas manifestaciones de descontento en público y deduje que tenía muy pocas ganas de trabajar. El tiempo se encargó de demostrarme lo equivocado que estaba.
Una vez pasados los momentos de enfado inicial, motivado porque él nunca había impartido clases en un curso similar aquél, el susodicho profesor asumió su trabajo con suma responsabilidad y dedicación. Yo tenía que entrar con frecuencia en su clase porque había algunos alumnos con dificultades de aprendizaje que requerían que él y yo trabajásemos conjuntamente y fui testigo de la dedicación, interés y entusiasmo que aquel profesor imprimía a su trabajo. La primera impresión que me causó fue totalmente errónea. Desgraciadamente, a pesar de no ser muy mayor, este profesor se marchó de este mundo hace ya algunos años, cuando todavía podía haber dado mucho a los alumnos que hubieran tenido la fortuna la recibir sus clases. Pero la vida es así.
La Psicología ha estudiado extensamente estas valoraciones que hacemos de las personas a partir de la primera impresión que nos causan. Ya Thorndike en 1920, a través de investigaciones empíricas, encontró correlaciones entre todos los rasgos positivos y negativos. Las personas no piensan de otras personas en términos variados sino que nos parece ver a cada persona como más o menos bien o más o menos mal en todas las categorías de medición.
Según la teoría de la personalidad de Harold Kelly, los primeros rasgos que reconocemos en los demás influyen en nuestras posteriores interpretaciones a causa de nuestras expectativas. Traducido esto a situaciones cotidianas, tendemos a sacar una primera impresión que después influye en nuestro posterior comportamiento, dando así lugar a que se cumplan nuestras expectativas. Llegaríamos así a lo que se conoce como la “profecía autocumplida”.
La “profecía autocumplida” tiene mucho que ver con algo de lo que ya hablé en alguno de mis anteriores artículos. Muchas veces lo más importante no son los hechos o las situaciones en sí mismos sino cómo son percibidos. Ya he comentado en varias ocasiones que la felicidad o infelicidad de una persona está determinada en gran parte por cómo valore ella misma esa situación, no por cómo sea esa situación objetivamente. Así, podemos encontrarnos a una persona que teniendo menos razones para ser feliz, puede serlo más que otra, porque subjetivamente cree que está en mejores condiciones.
En la novela de Arthur Haily “Traficantes de dinero” se da un caso paradigmático de “profecía autocumplida”. Una campaña de activismo cívico para presionar a un banco por los métodos poco éticos que utiliza, comienza con rumores (no verídicos) de que el banco está próximo a quebrar. La gente se dirige en masa a retirar sus depósitos, alarmada por el rumor, de modo que el banco comienza a acercarse de verdad a la situación de quiebra profetizada por aquel rumor.
Trasladado al trato con los demás en la vida cotidiana, la “profecía autocumplida” también se da. A menudo acomodamos nuestro comportamiento a la primera impresión que nos ha causado una persona, con lo cual hacemos que la persona acabe comportándose en la dirección que esperamos por la impresión que nos causó. De esta forma ya tenemos cerrado el círculo para que se dé la “profecía autocumplida”.
El psicólogo francés Orné realizó diversos experimentos muy interesantes en los que los sujetos experimentales debían tratar de averiguar lo que se pretendía medir de ellos en los experimentos y observaba cómo moldeaban su conducta en función de lo que creían que podía ser deseable. También trataba de engañar a dichos sujetos respecto de las posibles intenciones de estos experimentos y veía cómo los sujetos iban cambiando su conducta.
Estos experimentos de Orné también tienen aplicación a situaciones reales. En muchas ocasiones se me han dirigido determinadas personas, como estudiantes de Oposiciones o personas que por alguna razón debían hablar en público. Estas personas no sabían cómo enfrentarse a una situación que para ellas era bastante traumática. El examen oral de una oposición suele ser una prueba que impresiona bastante, la que más temen los opositores y la que más estragos causa. Cuando personas en una situación como esa u otras que, por ejemplo, tienen que hablar en público, me han pedido consejo, siempre les he dicho lo mismo:
“Haz lo que los demás esperan de ti”.
Es un consejo que nunca falla y que da seguridad al que lo lleva a la práctica. Es muy sencillo. La primera premisa para enfrentarse con éxito a un auditorio (además de dominar, al menos, con mediana profundidad el tema sobre el que se ha de hablar) es saber qué espera el auditorio de ti. Si haces lo que el auditorio espera, si actúas según el criterio que ellos consideran adecuado a la situación, creo que se tiene entre el 75 y el 80% del éxito garantizado.
¿Qué  espera el auditorio de una persona que se dispone a dar una conferencia?. ¿O qué esperan los alumnos de un profesor que va a impartir su clase?. En ambos casos, más o menos esperan que la persona llegue, se presente o la presenten, se siente o permanezca de pie y empiece a hablar del tema sobre el cual versa la conferencia o la clase que se va a impartir. Después intervendrá la habilidad, las tablas, la experiencia del conferenciante o del profesor para hacer su intervención más o menos atractiva, para interactuar más o menos con el público, en definitiva, para que el tiempo que permanezca frente al auditorio sea después valorado como más o menos satisfactorio, como más o menos positivo y lo den por mejor o peor empleado. Pero si hace lo que ellos esperan (habla, mira al auditorio, gesticula, proyecta imágenes, propicia las intervenciones…) nadie se extrañará, nadie se reirá de él ni hará comentario alguno en sentido de que esa persona no está cumpliendo con las expectativas mínimas que tenía antes de que comenzara la clase o la conferencia.
En cambio, ¿qué ocurriría si el conferenciante o el profesor se sentara enfrente del auditorio y se quedara mirando fijamente a éste sin decir nada y transcurriese el tiempo sin que nada cambiase en esa situación?. ¿O si llegase y se escondiese debajo de la mesa?. ¿O si se subiera encima de esta y comenzase a dar saltos y gritos imitando a un mono?.
Ninguna de estas actitudes se correspondería con lo que el auditorio esperaba de él y los comentarios serían de lo más variados:
“Este hombre está loco”.
“¿Qué le pasa, se está riendo de nosotros?”.
“No hemos venido aquí para perder el tiempo de esta forma”.
En definitiva, en muchas ocasiones lo apropiado o inapropiado de nuestra conducta no lo es por la conducta en sí, sino por el momento, el lugar y las circunstancias en las que se produce y por lo que los demás esperan de nosotros en un momento determinado.
Como les decía al comienzo de este artículo y a pesar de que me gustan mucho y de que soy un gran defensor de los refranes españoles, no podemos llevarnos por la primera impresión para juzgar a las personas cuando no las conocemos. Pero si lo hacemos y hemos cometido una injusticia, sepamos reconocerlo y rectificar cuando hayamos conocido suficientemente a la persona.

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