Por razones personales hemos vivido muy de cerca los avatares de las pruebas de selectividad que han pasado los alumnos de segundo de bachillerato de Ceuta. Nosotros recordamos estos exámenes con la ansiedad que reporta saber que en pocas horas te estás jugando tu futuro profesional y la posibilidad de hacer realidad tus sueños de infancia y primera juventud. Nadie debería jugar con la aspiración de nuestros jóvenes y, por este motivo, deberían tomarse tan en serio como los alumnos las pruebas de selectividad. Pero esto no es lo que hemos visto en esta semana crucial.
Los alumnos que se presentaron al examen de matemáticas II fueron avisados a los veinticinco minutos de iniciarse la prueba de que se había detectado un error en el enunciado de uno de los problemas planteados. Según ha transcendido a los medios de comunicación andaluces fueron los propios alumnos los que se dieron cuenta del error y avisaron a los miembros del tribunal. Cuesta creer que pueda darse una negligencia de este tipo en la Universidad. Lo normal hubiera sido que los señores/as profesores universitarios que pusieron el examen dedicasen unos minutos a resolver el problema y comprobar que era resoluble en un tiempo determinado. Pero a la vista está que no lo hicieron. Si este error es grave, lo es todavía más no rectificar a tiempo.
Una vez detectado el fallo lo normal hubiera sido compensar el tiempo perdido en tener que rehacer la resolución del problema para que los alumnos no se hubieran visto perjudicados. Sin embargo, la megamáquina burocrática, uno de cuyos apéndices importantes es la Universidad, no está dispuesta a asumir sus errores ni a compensarlos. La respuesta, aunque no resulte sorprendente, no deja de ser bochornosa. Todo consiste en intentar ocultar el problema y desincentivar a los alumnos a ejercer su legítimo derecho de no ser víctimas inocentes de un error cometido por la propia institución que les pone duras pruebas para abrirles las puertas.
La actitud de la presidencia del tribunal de selectividad en Ceuta ante el problema surgido hay que calificarla de vergonzosa. En vez de facilitar el derecho de los alumnos a dejar constancia de la incidencia surgida durante una de las cruciales pruebas de selectividad hizo todo lo posible para dejaran pasar el incidente y que, como mucho, mandaran un correo electrónico a un genérico buzón de quejas. Por lo que hemos sabido hoy leyendo la prensa, este posicionamiento responde a una premeditada estrategia de los máximos responsables de las universidades andaluzas. La vicerrectora de la Universidad de Sevilla ha comentado a los medios que, a pesar de los más de 3.800 alumnos afectados en esta provincia por el mal planteamiento del problema de matemáticas, sólo habían presentado una reclamación formal diez alumnos/as. Sin duda la perversa estrategia de defensa de la universidad ha tenido éxito. Sólo una exigua minoría ha dado el paso de denunciar una manifiesta negligencia y está dispuesta a exigir una solución satisfactoria.
Es muy posible que se dé la extraordinaria paradoja que una pequeña ciudad como Ceuta haya formalizado por escrito más reclamaciones formales que toda la inmensa provincia de Sevilla ante el desatino de un examen mal redactado y una peor respuesta ante un problema de esta magnitud y trascendencia ¿Cómo es posible que esto suceda? La única respuesta que se nos ocurre es la desigual actitud ante la prepotencia de la megamáquina tecnoburocrática. La mayoría ha sucumbido ante el poder y la fuerza de un sistema que refuerza la conformidad y castiga la disidencia. Nadie o casi nadie se atreve a hacerle frente a la omnipotencia del pentágono del poder. El propio modelo educativo se ha ido malévolamente puliendo para eliminar las asignaturas que pueden despertar y alentar el espíritu combativo de futuros ciudadanos, como la historia y la filosofía. Debería crearse una asignatura obligatoria de ciencia cívica que enseñe a los alumnos sus obligaciones y derechos. Recuperaríamos así la esencia del juramento de los efebos atenienses, que se comprometían al alcanzar la madurez a “combatir por los ideales y cosas sagradas de la Ciudad, a solas y con muchos”. Este último aspecto del juramento efébico que hemos destacado resulta de especial relevancia. No importa el número de personas que estén a nuestro lado. Como dijo Henry David Thoreau, son posibles las mayorías de uno siempre que la verdad y la razón estén de nuestro lado. En esta asignatura de ciencia cívica habría que enseñar a los alumnos, llamados a ser futuros ciudadanos y personas merecedoras de esta calificación, a defenderse de la acostumbrada actitud de la megamáquina a abusar de su poder. Hace falta ciudadanos que ejerzan una crítica vigilante ante los continuos abusos de los detentadores del poder establecido. Ciudadanos que, una vez detectados usos ilegítimos de la potestad entregada por la comunidad cívica, castiguen estos actos y tomen medidas para neutralizarlos. Nuestros jóvenes deberían conocer sus derechos y saber cómo ejercerlos a través de gestos tan simples, en principio, como redactar una reclamación por escrito y no dejarse engañar ante las disuasorias maniobras del circulonquio dickensiano.
La democracia es un sistema político con innumerables deficiencias y debilidades, pero es el que permite un mayor grado de libertad, igualdad y justicia. Los griegos, que excavaron los cimientos de la democracia y erigieron sus primeros pilares, tenían suficiente conocimiento de la condición humana para diseñar el edificio democrático con suficiente resistencia ante sus principales enemigos: los detentadores del poder. Por este motivo prohibieron los partidos políticos y no permitieron la perpetuación de determinadas personas en los cargos públicos. La paideia griega, es decir, el modelo educativo democrático de los antiguos atenienses, seguía el principio aristotélico de formar a ciudadanos capaces de “gobernar y ser gobernados”. Por desgracia, como denunció en su tiempo el filósofo Cornelius Castoriadis, no sólo no se nos forma para ejercer el poder ciudadano con mesura, sino que, lo que es peor, se nos instruye desde pequeños a cumplir con resignación los dictados de una minoría gobernante.
Todos podemos cometer errores, ya seamos personas físicas o instituciones de enorme peso institucional como la Universidad. El error forma parte de la vida, no tanto la negligencia que supone un desinterés y una irresponsabilidad. Pero bueno, ya sea error o negligencia de otros, la respuesta debería ser la toma de medidas justas y equilibradas. Hubiera sido muy fácil dar a los alumnos el mismo tiempo que perdieron en corregir un error que no fue suyo, pero la prepotencia, en este caso, prevaleció ante el derecho de los examinantes a poder hacer un examen con suficiente tranquilidad y sosiego. No contentos con este erróneo planteamiento de la universidad y su falta de una respuesta eficaz y rapidez hicieron todo lo posible para disuadir a los alumnos a reclamar una solución a un problema del todo punto ajeno a ellos. Y aún no contentos con esta actitud se permiten el lujo de jactarse del reducido número de reclamaciones formalizadas ante un componente más de la megámaquina infernal.
Lo sucedido en las pruebas de selectividad, siendo grave como hecho independiente, nos debería suscitar a todos los ciudadanos a una profunda reflexión sobre la deriva autoritaria de la megamáquina y nuestra inculcada incapacidad para defendernos de su prepotencia. Debemos dejar a un lado nuestra complacencia y cobardía ante los actos de las administraciones que ejercen su autoridad con deshonestidad y prepotencia. Hay que defender con uñas y dientes los ideales democráticos respetando y obedeciendo las leyes, y exigiendo que lo hagan con mayor exigencia y responsabilidad quienes han prometido cumplir y hacer cumplir las normas democráticas.
No menos importante es esforzarnos por promover el sentido del deber cívico entre nuestros jóvenes para transmitir nuestra ciudad, como juraban los efebos atenienses, “no sólo menor sino mayor, mejor y más hermosa de lo que nos ha sido transmitida a nosotros”.
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