Allá por los años de Maricastaña, la Santa Inquisición perseguía con denuedo a los que le eran denunciados por desviarse del dogma, por hechicería o brujería y por homosexualidad. Detenía al presunto culpable, le embargaba sus bienes y lo sometía a interrogatorios que podían culminar en torturas, a fin de que confesara su posible culpa. Tras la celebración de un juicio, y si condenaba a muerte al acusado, lo entregaba al llamado “brazo secular”, para que fuese éste el que ejecutara la sentencia, bien en la hoguera, bien de cualquier otra forma infamante En casos menores, las penas se ceñían a la vergüenza publica y al escarnio del declarado culpable. Eran los conocidos como “autos de fe·. A todos se les vestía con capirote y una especie de poncho conocida como “sambenito”, de diversos colores según la pena impuesta.
En España hubo Inquisición hasta los primeros años del siglo XIX, aunque desde 1611 no se cumplía ninguna condena a muerte. En los años recientes, los Papas, en nombre de la Iglesia Católica, han pedido públicamente perdón por aquellos actos, en especial por algunos de los más famosos.
Ahora, en nuestra nación, se ha instaurado otra Inquisición, ésta de carácter seglar. No hay torturas físicas, pero sí humillación pública y castigos prematuros, sin esperar a la celebración de juicio y a la firmeza de la eventual declaración de probada culpabilidad de la persona condenada. Basta que cualquier juez decida “investigar” (antes se decía “inculpar”) a alguien que ocupe un puesto político, para que de modo inmediato se le someta al escándalo, a la vergüenza generalizada en los diversos medios de comunicación, al anatema y al más completo ostracismo, todo ello sin mediar sentencia condenatoria alguna.
No importa que, jurídicamente, la figura del investigado o imputado se creara por los legisladores no para que ya se le considerase un delincuente, sino para todo lo contrario, es decir, para darle medios de defensa, tales como la presencia de su abogado y el no estar obligado a declarar la verdad, algo que se reserva para los testigos. Ante la justicia, el investigado no es un presunto culpable, sino una persona que está amparada por el principio de la presunción de inocencia, en tanto no se pruebe lo contrario. No podía ser menos en un sistema plenamente garantista, y el nuestro lo es.
Da igual. Los nuevos inquisidores, los actuales “Torquemadas”, prefieren ignorar lo anterior, porque ya han establecido una regla inflexible. El investigado por supuesta corrupción es culpable por el mero hecho de que un tribunal, a la vista de meros indicios, decida investigarlo.
Es más; a veces se persigue como culpable a personas que ni siquiera están investigadas, como fue el caso del ex Ministro Soria, cazado porque una sociedad mercantil de carácter familiar de la que era Secretario salió en los “papeles de Panamá”, algo absolutamente normal cuando el negocio al que se dedicaba tal firma estaba relacionado con el tráfico marítimo internacional, existiendo infinidad de navieras domiciliadas en países con “bandera de conveniencia”, como es el caso de Panamá. Soria se lió, negó y rectificó tarde, pero no es ni un delincuente ni un corrupto. En estos días he oído disparates tales como “que devuelva lo robado”, algo que se ha extendido también a los socialistas Chaves y Griñán, quienes no están investigados por apoderarse de lo ajeno, sino porque existen indicios de que pudieron haber consentido, o incluso preparado, determinadas prácticas de favoritismo y manipulación respecto a multimillonarios fondos europeos destinados al apoyo de trabajadores y empresas en crisis. Lo mismo sucede con Rita Barberá, investigada en principio por haber donado mil euros a su partido, al parecer para que éste se los devolviera en dos billetes de quinientos, lo que se supone que puede ser blanqueo de capitales. Nunca por “robar”.
Esos nuevos inquisidores son líderes de partidos políticos de reciente cuño que se consideran libres de corrupción y que persiguen con saña a los que califican de “viejos partidos”, cuya derrota y desaparición desean en lo más íntimo. Por desgracia, la corrupción es un problema que afecta de una forma u otra a todos los países. España no ha escapado –ni logrará hacerlo nunca del todo- de esa lacra. Siempre recordaré a aquella buena mujer que en una campaña electoral de los años 90, allá en la barriada de Juan Carlos I, nos dijo que no nos votaría, que lo haría por los socialistas, porque “para que roben otros, que roben los míos”. Y es que, en menor escala, la corrupción, el engañar al fisco para pagar menos o no pagar, está en el ánimo de cualquier ciudadano español normal. Aquí no, porque estamos exentos de ese impuesto, pero en la Península es usual la pregunta “con IVA o sin IVA”, algo a lo que se suele contestar lo que están pensando ahora quienes esto lean.
No es normal ni justo que una mera investigación, es decir, una medida destinada a proteger al investigado, se convierta “ipso facto” en la inhabilitación y en la implacable condena al ostracismo del político sobre el que recae. Ha habido, y habrá en el futuro, multitud de casos en los que todo quedó en nada, en los que después de la imputación se acordó el archivo de las actuaciones o se dictó sentencia absolutoria, pero en los cuales el desprestigio ya resultó absolutamente irreparable
Ahora, todos se rasgan las vestiduras hipócritamente, más que nada para perjudicar al partido de que se trate, ante cualquier decisión judicial -a veces basada en intencionadas denuncias- en la que se implique de una forma u otra a alguien que está en la política. De ahí a conseguir que nadie con dos dedos de frente se aventure a desempeñar un cargo político no hay más que un pequeño trecho.
Ni España, ni quienes de verdad desean servirla, se merecen cuanto está sucediendo. Pero así están las cosas.
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