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La novela Sebastián Roch de Octave Mirbeau y los curas pedófilos de Granada

La novela más conocida de Octave Mirbeau (1848-1917) es el “Journal d´une femme de chambre” (“Diario de una camarera”), debido sin duda a que ha sido llevada tres veces al cine, (la última de ellas por Luís Buñuel), pero su obra más valiente, polémica, combativa y rabiosamente actual, es, sin la menor duda, “Sebastián Roch”, el niño que con once años entra en un internado de curas y termina violado y expulsado.

 En ella Mirbeau pone al descubierto uno de los secretos hasta entonces mejor guardados: los abusos sexuales en los centros docentes o de caridad regentados por la Iglesia. Mirbeau lo hace con un encono tan profundo y dolorido que, todavía en 1902, en una encuesta de la “Revue Blanche” para su espacio “Combats pour l´énfant”, a una pregunta sobre este particular, nuestro escritor respondió estas palabras:
Yo no tengo más que un odio en el corazón, pero es un odio profundo y vivo: la educación religiosa
Ese mismo odio es el que aparece en la novela. Un odio que afecta muy especialmente a la religión católica, a cuyos representantes, los curas, acusa de adoctrinamiento y manipulación de los cerebros. Los mencionados curas y frailes, así como el resto de la Francia bienpensante, en solidaridad con ellos, respondieron al ataque declarando al escritor la guerra del silencio. Ni una palabra sobre el libro en toda la prensa que, de una manera más o menos descarada, controlaba en 1890 la Iglesia.
Ahora, algo más de un siglo después, los últimos escándalos de los curas pedófilos de Granada, traen a la actualidad el lejano y acusador libro de Mirbeau, cuyo tema principal es, precisamente, ése: la doble violación -de mente y de cuerpo- de un niño, Sebastián Roch, en un colegio de jesuitas, el colegio San Francisco Javier de Vannes (Bretaña), que el escritor nos define “como una gran prisión de piedra gris”. Una vez dentro la idea de cárcel se confirma y amplía. Una cárcel en la que a los condenados –condenados por el solo delito de ser niños y no disponer de su voluntad-, se les adoctrina, se les manipula y viola.    
Sabemos que Mirbeau comenzó a escribir su novela en 1888 y la publicó en 1890, aunque los acontecimientos que ella relata ocurrieron muchos años atrás. Hacia 1862, (época, pues, de Napoleón III), se nos dice al comienzo de la novela.  También sabemos que utilizó como título el nombre del protagonista, Sebastián Roch, el niño que, cuando entra en el colegio San Francisco Javier, es “un alma ingenua, sana, portadora de una sensibilidad de artista” y, cuando cuatro años después sale expulsado del mismo, “es un adolescente desorientado, desequilibrado, culpabilizado, con una sensibilidad traumatizada e incapaz de elaborar un pensamiento original”. Tan cruel transformación es la obra del colegio mediante envenenamiento progresivo que lo mismo afecta al cuerpo que al espíritu.
Cabe preguntarse: si el niño entró sano en el colegio y salió en el estado de desolación que ya conocemos, ¿quién es el responsable de tal catástrofe? La palabra que inmediatamente surge en la mente del lector es el colegio, pero al instante vienen otras. El niño no ha podido ir hasta allá solo, tampoco paga él las mensualidades por estar en aquel antro de perversión, ni le es posible marcharse por más que lo intente. Hay, al lado del colegio, otros responsables menores –familia y sociedad-, a los que Mirbeau, lejos de pasar de largo, también lanza sus dardos. Los tres –familia, sociedad y colegio- constituyen lo que el acreditado investigador Pierre Michel llama “La sainte trinité” en la que se basa la educastración que pide la burguesía y Mirbeau denuncia en el libro.
La crítica actual, de manera unánime, califica este libro como novela autobiográfica. No le faltan razones: el niño Sebastián Roch estudia en el mismo colegio que Octavio Mirbeau había estudiado; entra, interno como él a los once años, y, después de cuatro cursos de auténtico infierno, ambos terminan expulsados en muy extrañas circunstancias. En todos estos aspectos las coincidencias no pueden ser más exactas, pero hay un punto al que hasta ahora no ha podido responder la crítica: el relativo a la violación. ¿Fue violado por uno de los curas del internado de Vannes el niño Octave Mirbeau, al igual que lo fue su alter ego Sebastián Roch? Todo apunta a la respuesta afirmativa -incluso se ha dicho que el cura De Kern de la novela es la reencarnación literaria del jesuita Stanislas du Lac-, pero, a pesar de tanto esfuerzo investigador, siempre quedará la sombra de una duda: también puede ser que Mirbeau haya mezclado las experiencias vividas por él con otras presenciadas o referidas por compañeros. Para el caso es igual, el libro no pierde un ápice de su acerba crítica y su implacable aire denunciador.
La agria crítica que Mirbeau lanza contra el clericalismo -”Le clericalisme, voilá l´ennemi”, solía él repetir- se apoya en tres puntos o ángulos de ataque. Helos aquí: 1) La sangre derramada, a través de los siglos, por la Iglesia católica: cruzadas, exterminación de los albigenses, guerras papales para extender los dominios del Vaticano, hogueras inquisitoriales, etc. 2) Religión, igual a opio del pueblo y muy especialmente de la infancia. 3) Los grandes crímenes, que se cometen en los centros docentes o de caridad controlados por la Iglesia. Entre estos crímenes destaca uno, hasta entonces impune y tabú, del que él puede dar fe: los abusos sexuales de algunos de los curas hacia sus educandos, unido al silencio de los otros curas, que, al menos en aquella época, aunque llegaran a la violación. siempre quedaban impunes.
Es en el tercer punto, el de los grandes abusos sexuales en los colegios controlados por la Iglesia, donde Mirbeau pone todo su empeño y consigue su mayor efecto denunciador. Además de romper un tabú -él es el primero que se atreve a hablar de este tema-, lanza un grito de alerta a la sociedad sobre el peligro que supone internar a un niño en ese mundo cerrado y depravado de los colegios de curas. Algo que hasta entonces nadie se había atrevido a tocar. El precio que el escritor tuvo que pagar fue extraordinariamente alto.
A estos tres frentes de ataque, ya estudiados por la crítica -muy especialmente por Pierre Michel, el gran especialista en Mirbeau-, se podría añadir otro más: la puesta en evidencia de la redomada hipocresía clerical. En este aspecto el capítulo relativo a la expulsión de Sebastián del colegio jesuítico de Vannes es el más acabado ejemplo de hasta qué extremos de sutileza y perfección puede llegar dicha hipocresía. Baste señalar que, antes de que el niño ponga los pies en la calle, el cura que hasta entonces parecía más humano y digno de confianza, toma a Sebastián por su cuenta y no cesa hasta hacerle jurar que jamás dirá a nadie una sola palabra de cuanto allí le ha ocurrido. Huelga añadir que, si tal episodio es autobiográfico, como parece, a los curas les salió el tiro por la culata: nada menos que un libro de trescientas páginas informa a todo el que quiera leerlo de cuanto le ocurrió al protagonista.
Tras la expulsión, el libro nos relata, ahora en primera persona, -el novelista utiliza fragmentos de unas supuestas memorias de Sebastián Roch, escritas cinco años después de salir del colegio-, las terribles secuelas de la violación. El joven Roch ha quedado, al menos temporalmente, invalidado para el amor y una inevitable repugnancia hacia todo lo relacionado con el mundo del sexo, hace que todas las caricias de su antigua novia de infancia, la bella y ardiente Margarita, caigan en campo baldío. ¿Quedará Sebastián Roch para siempre privado de los goces de la carne? La entrega de Margarita en una noche de amor y plenilunio parece salvar la situación. Poco importa. Al día siguiente comienza la guerra franco prusiana y Sebastián, en edad militar, tiene que entrar en el cuartel. Morirá en el campo de batalla; sin que se pueda decir que murió luchando contra los prusianos, ya que se prometió a sí mismo no disparar ni un solo tiro contra el enemigo, porque ninguno de los prusianos era enemigo suyo ni le había hecho nada, y hasta el último instante de su vida cumplió su promesa. Por eso Mirbeau, huyendo de los ditirambos que patrioteros y militares suelen usar en estos casos, simplemente dirá que murió  “absurdamente sacrificado al Dios de la guerra“. Con su muerte termina la novela. Las últimas páginas del libro, aprovechando la circunstancia de que el protagonista de la novela entra en filas y es tiempo de guerra,  las dedica Mirbeau a fustigar a otro de sus grandes enemigos: la guerra y el militarismo.
 Tampoco faltan, salpicando toda la novela, los certeros y repetidos dardos contra la nobleza y la emergente burguesía. Y mientras va arrojando denuestos contra curas, nobles y burgueses, en los remansos de su demoledor discurso, Mirbeau hace un alto para ofrecernos el ideal de sociedad que él desea. Valgan como ejemplo estas líneas que traduzco sobre la marcha:
¿Hay en alguna parte una juventud ardiente y reflexiva, una juventud que piensa y que trabaja, que se libera y nos libera de la pesada, criminal y homicida mano del cura, tan fatal para la mente humana? Una juventud que, frente a la moral establecida por el cura y las leyes que aplica el gendarme, ese complemento del cura, diga valientemente: “Yo seré  rebelde”.
Fueron estos gritos de acusación, -toda la novela es una constante acusación-, lanzados a la cara de una sociedad hipócrita e inicua, los que hicieron que más de un crítico calificara esta obra de tea subversiva. La conspiración del silencio fue la respuesta de aquella sociedad a la descarada osadía de Mirbeau. Los denuestos de ayer se convierten hoy en elogios y el libro, como el ave Fénix, resurge de las cenizas de la sociedad que le vio nacer y cerró ojos y oídos a todas sus denuncias. ¿Los seguiremos cerrando?

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