Hay que ver la parte positiva de las cosas, y si la cartelera alguna semana no nos aporta absolutamente nada (ni bueno ni malo, sino todo lo contrario) y un servidor no quisiera que el respetable perdiera un minuto de su valioso tiempo en leer sobre la gran nada que en semanas como esta invade nuestros cines, parece un momento más que idóneo para recordar la grandeza de este negocio que a algunos nos ha enamorado irredentamente y para siempre. Y qué mejor argumento que Sin perdón, la niña bonita de la filmografía del gran Clint Eastwood.
Allá por 1992 Eastwood era un icono del cine como actor de personajes rudos, justicieros y/o de moral discutible que había enfocado la recta final de su trabajo en esto del cine hacia la dirección, quizá para agradecer a modo de canto del cisne todo lo aprendido al lado de algunos de los mejores en sus respectivos campos. Todo ello sin contar, quién lo iba a imaginar, con su extrema lucidez, el maravilloso don de la longevidad en plena forma y la madurez profesional que corrobora, ¡veinte años después!, que en realidad aquello no era más que el principio de una gran amistad, que diría Bogart. El caso es que los astros confluyeron y este trabajo exquisitamente sencillo, realista y desmitificador sobre antihéroes, amistad, violencia, remordimientos y, sobre todo, dolor espiritual, hoy es exhibida en las academias de cine como ejemplo casi utópico de película redonda.
El salvaje Oeste no es conocido por ese calificativo a la ligera y el propio Eastwood interpreta con rigor, tensión y una fotogenia que hiela la sangre a William Munny, un pistolero de mala calaña, retirado y en busca de la redención, ignorando a diario que hace ya demasiado que está condenado; condenado a vivir consigo mismo y sus demonios internos, que es peor que vagar por el infierno. La única opción económica que le queda para sacar a sus hijos adelante es realizar un último “trabajo” en compañía de su socio de siempre, interpretado con igual fotogenia por Morgan “presencia” Freeman, el socio en la realidad del director. Completando el reparto de seres oscuros plagados de matices que reflejan la condición humana están un excelso Gene Hackman como el sheriff sin escrúpulos que sabe cómo mantener a raya a los de su propia clase y a Richard Harris, en la piel del necesario forajido conocido, en algún momento de aligerar carga dramática en la historia, como “el pato de la muerte”.
A semejante recital interpretativo al servicio de un guión sólido con los conceptos meridianamente claros a cargo de David Webb Peoples (Blade Runner) hay que añadir una efectiva música y una puesta en escena clásica y maravillosa que colocan el cartel de atemporal e inmortal como guinda al proyecto. Si ponemos el DVD o similar de Sin perdón y vamos pausando el metraje de manera aleatoria, cada una de las capturas tienen la belleza de una fotografía única, con esos ángulos, primeros planos, encuadres de entornos naturales o de interiores y juegos de luces y sombras que el realizador ha aprendido de unos y otros y ha patentado ya como marca de la casa, y que en esta película alcanzan el apelativo de obra de arte sin discusión alguna. Cuatro Oscar subrayaron el hecho aquel año, entre ellos el de mejor película y dirección. Permítanme el chiste fácil de mencionar que perdón es el que no tiene quien no haya visto como mínimo una vez en su vida esta maravilla que nos enseñó en los noventa que el género del western o términos como “héroe crepuscular” no estaban en su ocaso.