Categorías: Opinión

La naturaleza para los indios americanos

Los actuales seres humanos nos lamentamos de los trágicos fenómenos que suceden en la naturaleza y cuyas consecuencias sufrimos los humanos: El calentamiento de la tierra, el deshielo de la Antártida, el imparable avance de la desertificación, las grandes catástrofes producidas por huracanes, tormentas tropicales, tsunamis, inundaciones con miles de ahogados y millones de desplazados, terremotos que todo lo arrasan y destruyen, etc. Creo que la sociedad industrial en que vivimos piensa demasiado en los adelantos técnicos que suelen llevar luego aparejados los vertidos químicos a los ríos y a los mares, el excesivo consumo de  productos derivados del petróleo, la polución atmosférica, el uso de pesticidas, la contaminación general del aire que respiramos y de las aguas de cuyos especies piscícolas nos alimentamos. Estamos avanzando mucho, en fin, en técnica aeroespacial, tecnologías de última generación, telemática digital, etc., pero estamos retrocediendo a pasos agigantados en todo lo que se refiere a la naturaleza, a la que siempre ha sido llamada desde las sociedades más ancestrales la “madre tierra”, que la estamos matando. Me acaba de enviar el amigo José Miguel Andrades, de Ceuta la carta de respuesta – que mucho le agradezco - que el Gran jefe indio Seattle de la tribu Deswamish daba a una propuesta de compra de sus tierras por colonos blancos les hicieran en 1855 a través del Presidente de EE.UU., Franklin Pierce, a condición de encerrarlos en una gran reserva. Estos indios se consideraban parte de la naturaleza y vivían con ella en perfecta armonía. Por razones de espacio, suprimo algunos párrafos, pero el resto del texto es verdaderamente aleccionador para el mundo de hoy, dice así:
“El Gran Jefe de Washington nos envió un mensaje diciendo que quiere comprar nuestras tierras. Nos envió también palabras de amistad y de buena voluntad. Meditaremos su oferta, pues sabemos que si no vendemos vendrán seguramente hombres blancos armados y nos quitarán nuestras tierras Pero, ¿cómo es posible comprar o vender el cielo o el calor de la tierra?.Si no somos dueños de la frescura del aire, ni del reflejo del agua, ¿cómo podréis comprarlos?. El Gran Jefe de Washington podrá confiar en lo que diga el jefe Seattle. Mis palabras son como las estrellas, que nunca tienen ocaso. Cada partícula de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada brillante aguja de pino, cada grano de arena de las playas, cada gota de rocío de los sombríos bosques, el zumbido de cada insecto, son sagrados en memoria y experiencia de mi pueblo. La savia que asciende por los árboles lleva consigo el recuerdo de los pieles rojas. Nuestros muertos no olvidan jamás esta tierra maravillosa, pues ella es nuestra madre. Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas, el venado, el caballo, el gran águila, son nuestros hermanos. Las cumbres rocosas, los prados húmedos, el calor del cuerpo de los potros y de los hombres, todos somos de la misma familia. Cuando el Gran Jefe de Washington nos comunica que piensa comprar nuestra tierra exige mucho de nosotros. Dice que nos reservará un lugar donde podamos vivir agradablemente y que él será nuestro padre y nosotros nos convertiremos en sus hijos. Dios ama a vuestro pueblo y ha abandonado a sus hijos rojos. El envía máquinas para ayudar al hombre blanco en su trabajo y construye para él grandes poblados. Hace más fuerte a vuestro pueblo de día en día. Pronto inundaréis el país como ríos que se despeñan por precipicios tras una tormenta inesperada. Mi pueblo es como una época en regresión pero sin retorno. Somos razas distintas. Nuestros niños no juegan juntos y nuestros ancianos cuentan historias diferentes. Dios os es favorable y nosotros, en cambio, somos huérfanos. Nosotros gozamos de alegría al sentir estos bosques. El agua cristalina que discurre por los ríos y los arroyos no es solamente agua, sino también la sangre de nuestros antepasados.
Si os vendemos nuestras tierras debéis saber que son sagradas y enseñad a vuestros hijos que son sagradas y que cada reflejo fugaz del agua clara de las lagunas narra vivencias y sucesos de mi pueblo. El murmullo del agua es la voz de mis antepasados. Los ríos son nuestros hermanos que sacian nuestra sed. Ellos llevan nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos. Debéis recordar esto y enseñad a vuestros hijos que los ríos son nuestros hermanos y que, por tanto, hay que tratarlos con dulzura, como se trata a un hermano. El piel roja retrocedió siempre ante el hombre blanco invasor, como la niebla temprana se repliega en las montañas ante el sol de la mañana. Pero las cenizas de nuestros padres son sagradas, sus tumbas son suelo sagrado, y por ello estas colinas, estos árboles, esta parte del mundo es sagrada para nosotros. Sabemos que el hombre blanco no nos comprende. El no sabe distinguir una parte del país de otra, ya que es un extraño que llega en la noche y despoja a la tierra de lo que desea. La tierra no es su hermana sino su enemiga y cuando la ha dominado sigue avanzando. Olvida tanto las tumbas de sus padres como los derechos de sus hijos. Trata a su madre, la tierra, y a su hermano, el aire, como cosas para comprar y devastar, para venderlas como si fueran ovejas o cuentas de colores. Su voracidad acabará por devorar la tierra, no dejando atrás más que un desierto.
Nuestra forma de ser es diferente a la vuestra. La sola visión de vuestras ciudades tortura los ojos del piel roja. Quizá sea porque somos unos salvajes y no comprendemos. No hay silencio en las ciudades de los blancos. No hay ningún lugar donde escuchar cómo se abren las hojas de los árboles en primavera o el zumbido de los insectos. El ruido de las ciudades  ofende a nuestros oídos. ¿De qué sirve la vida si no podemos escuchar el grito solitario del chotacabras, ni las nocturnas ranas al borde de la charca? Nosotros amamos el rumor suave del viento, que acaricia la superficie del arroyo, y el olor de la brisa purificada por la lluvia del mediodía o densa por el aroma de los pinos. El aire es precioso para el piel roja, pues todos los seres comparten el mismo aliento: el animal, el árbol, el hombre, todos respiramos el mismo aire. Pero si nosotros vendemos nuestras tierras no debéis olvidar que el aire es precioso, que el aire comparte su espíritu con toda la vida que mantiene. El aire dio a nuestros padres su primer aliento y recibió su última expiración. Y el aire también debe dar a nuestros hijos el espíritu de la vida. Si nosotros os vendemos nuestras tierras, debéis apreciarlas como algo excepcional y sagrado, como el lugar donde también el hombre blanco sienta que el viento tiene el dulce aroma de las flores de las praderas. Meditaremos la idea de vender nuestras tierras, y si decidimos aceptar, será sólo con una condición: el hombre blanco deberá tratar a los animales del país como a sus hermanos. Yo soy un salvaje y no lo entiendo de otra forma. Yo he visto miles de bisontes pudriéndose, abandonados por el hombre blanco tras matarlos a tiros desde un tren que pasaba. Yo soy un salvaje y no puedo comprender que una máquina humeante sea más importante que los bisontes, a los que nosotros cazamos tan sólo para seguir viviendo.
¿Qué sería del hombre sin los animales? Moriría de gran soledad espiritual, porque lo que le suceda a los animales, también pronto le ocurrirá al hombre. Lo que afecte a la tierra, afectará también a los hijos de la tierra. Enseñad a vuestros hijos lo que nosotros hemos enseñado a nuestros hijos: la tierra es nuestra madre. Si los hombres escupen a la tierra, se escupen a si mismos. La tierra no pertenece al hombre, sino el hombre a la tierra. Todo está relacionado como la sangre que une a una familia. El hombre no creó el tejido de la vida, sino que simplemente es una fibra de él. Lo que hagáis a ese tejido, os lo hacéis a vosotros mismos. El día y la noche no pueden convivir. Nuestros muertos viven en los dulces ríos de la tierra, regresan con el paso silencioso de la primavera y su espíritu perdura en el viento que riza la superficie del lago. ¿Puede acaso un hombre ser dueño de su madre?. ¿Se puede comprar el aire o el calor de la tierra?. ¿Podéis acaso hacer con la tierra lo que os plazca, simplemente porque un piel roja firme un pedazo de papel y se lo entregue a un blanco?. Si nosotros no poseemos la frescura del aire, ni el reflejo del agua, ¿cómo podréis comprarlos? ¿Acaso podréis volver a comprar los bisontes, cuando hayáis matado el último?. Cuando todos los bisontes hayan sido sacrificados, los caballos salvajes domados, los rincones del bosque profanados por el aliento agobiante de muchos hombres y se atiborren de cables parlantes la espléndida visión de las colinas, ¿dónde estará el bosque?. ¿Dónde estará el águila?. Y esto significará el fin de la vida. Pero vosotros caminaréis hacia el desastre brillando gloriosamente, iluminados con la fuerza del dios que os trajo a este país y os destinó para dominar esta tierra y al piel roja.  
Pero cuando el último piel roja haya desaparecido de esta tierra, todavía estará vivo el espíritu de mis antepasados en estas riberas y en estos bosques. Porque ellos amaban esta tierra como el recién nacido ama el latir del corazón de su madre. Los pueblos están formados por hombres, no por otra cosa. Y los hombres nacen y mueren como las olas del mar. Incluso el hombre blanco, cuyo dios camina y habla con él de amigo a amigo, no puede eludir ese destino común. Una cosa si sabemos, que quizás el hombre blanco descubra algún día que nuestro Dios y el vuestro, son el mismo Dios. Vosotros quizás pensáis que le poseéis, al igual que pretendéis poseer nuestro país, pero eso no podéis lograrlo. Él es el Dios de todos lo hombres, tanto de los pieles rojas como de los blancos. Esta tierra le es preciosa, y dañar la tierra significa despreciar a su Creador. También los blancos desapareceréis. Continuad ensuciando vuestro lecho y una noche moriréis asfixiados por vuestros propios excrementos. El hombre blanco, que detenta momentáneamente el poder, cree que ya es Dios, a quien pertenece el mundo. Dios nos ama a todos. Pues aunque somos salvajes sabemos una cosa: nuestro Dios es vuestro Dios. Esta tierra es sagrada. Incluso el hombre blanco no puede eludir el destino común. Quizás incluso seamos hermanos. ¡Quién sabe!”. Qué maravillosa lección nos dan los indios de 1855 a las personas de hoy.

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