La lluvia

Recién comenzada la década de los 50 del siglo pasado, mi padre fue elegido Hermano Mayor de la Cofradía de los Remedios, la del Santísimo Cristo de la Buena Muerte y Nuestra Señora del Mayor Dolor. Recuerdo que entonces, cuando llegaba el día de la salida procesional -el Miércoles Santo, en aquella época- nuestra casa, por su cercanía al templo, se convertía en un hervidero de familiares y amigos, pues allí nos poníamos las túnicas, de modo que, llegada la hora, salíamos más de quince penitentes rumbo a la iglesia. Pero antes, siempre tocaba mirar el horizonte, para comprobar si existía o no peligro de lluvia, esa amenaza casi bíblica que suele cernerse sobre las procesiones.
Por desgracia, los meteorólogos vienen pronosticando que esta Semana Santa nos trae un tiempo inestable, lo que -como es lógico- siembra la inquietud en las Cofradías y Hermandades, al igual que entre el público que desea contemplar el paso de las procesiones. Ojalá se equivoquen los pronosticadores, pero lo cierto es que la lluvia suele ser una visitante bastante asidua en estos días primaverales.
Parece como si el cielo llorara por los terribles sufrimientos que hubo de padecer Jesús en su Pasión. Eso sí; muchas veces, las nubes se abren para dejar pasar las imágenes que nos recuerdan a todos los cristianos los misterios de la muerte y resurrección de Nuestro Señor.
Tal es, precisamente, la esperanza de los hermanos cofrades, de esos hombres y mujeres que han puesto su mayor empeño en preparar los actos cuaresmales, en contratar las bandas de música, en repartir túnicas y en esmerarse para poner a punto los pasos, limpiando la plata, vistiendo a la imagen de la Virgen, colocando los cirios, arreglando las flores, ensayando para la labor más dura, la de costaleros, y, en fin, dándolo todo para el mayor esplendor de la salida procesional de su Cofradía.                    
Soy testigo de ello, e incluso fui protagonista durante los años a que me he referido. En esta materia, puedo decir sin mentir que he sido cocinero antes que fraile.
Hice de todo, desde dar brillo a los varales y a los respiraderos hasta trasladar, dentro de la iglesia y sólo entre cinco o seis hermanos, el paso de Cristo hasta debajo del coro, desde donde se le colocaba la cruz. Y también asistir al septenario, en el que -con el templo a rebosar- ocupaban la sagrada cátedra predicadores de gran prestigio, como fueron los Padres Cué y Aguilera, así como salir de penitente  (cuando el tiempo lo permitía).      
Porque siempre había que estar mirando las nubes. Años después, cuando mi padre ya había fallecido y Pepe Remigio era ya el Hermano Mayor, mi obligación consistía, si soplaba Poniente, en estar apostado junto a una ventana desde la cual se veía la costa de Tarifa y el Estrecho, para ver si por allì despejaba, lo que era señal de que ya no iba a llover. A una hora determinada, me llamaba Pepe y si le contestaba que todo iría bien, podía oír a través del teléfono el sonoro alborozo de cuantos estaban junto a él. Mi pronóstico era ley, y puedo decir con alegría que jamás fallé.
Que no llueva. Que luzca esa brillante Luna de Parasceve que tantos versos inspiró al poeta ceutí Joaquín Amador. Que puedan hacer estación todas las cofradías caballas.
Y, sobre todo, que la lluvia no les coja con los pasos en la calle.
Pero aun cuando las cosas viniesen mal, estoy seguro de que todas las personas que han trabajado con fe preparando una salida procesional que al final se tuerce, se verán recompensadas desde Allá arriba, así en la tierra como en el Cielo.