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La Justicia en el Protectorado español

Francia y España asumieron el encargo internacional de la Conferencia de Algeciras para implantar el Protectorado de Marruecos, que se dividió en dos Zonas: la francesa, de la parte sur más fértil y rica, y la española, en la parte norte, montañosa y muy poco productiva.

Los gastos de España en Marruecos fueron incontables, algo así como un pozo de dinero sin fondo, hasta el punto de que nuestro país sólo pudo iniciar sus propios programas de desarrollo tras la independencia de Marruecos en 1958. Pero había recibido el mandato de “civilizar” a un pueblo que entonces estaba en un estado evolutivo inferior. La Zona española era la más conflictiva y rebelde, porque los rifeños ni reconocían la autoridad del Sultán ni la presencia española en su territorio. Ab El-Krin incluso llegó a proclamar la República de Rif, que fue reconocida por algunos países. España pacificó la Zona norte y, tras haber gastado ingentes medios materiales y sacrificado muchos miles de vidas españolas, pudo entregarla en 1958 plenamente sometida a la autoridad del Sultán, ahorrándole una guerra civil a Marruecos, para que Mohamed V la recibiera pacificada y cambiada hacia la modernidad, salvando así la monarquía alauita que estaba en peligro.
El artículo 1 del Convenio hispano-francés de 27-11-1912, por el que se establecía el Protectorado español en Marruecos, disponía: “En la Zona de influencia española toca a España velar por la tranquilidad de dicha Zona y prestar su asistencia al Gobierno marroquí para la introducción de todas las reformas administrativas, económicas, financieras, judiciales y militares que necesita… Las regiones comprendidas en la Zona de influencia serán administradas, con la intervención del alto Comisario, por un jalifa, provisto de una delegación general del Sultán. Los actos de la autoridad marroquí en la Zona de influencia española serán intervenidos por el Alto Comisario y sus Agentes…”. Vemos cómo en la propia norma que servía de base para todas las reformas que España debía acometer figuraba la de la Justicia. En la zona había un Jalifa que era el representante del Sultán y ejercía el derecho de gracia y funciones legislativas (no había Parlamento), pero venía a ser una mera figura decorativa, porque los Dahírs (Decretos) que aprobaba tenían que ser los que le pasara a la firma el Alto Comisario español, quien en realidad ostentaba todo el poder civil y militar y solía ser un General  español (sólo durante la República se nombró a un civil). Prácticamente, había en la Zona dos Administraciones superpuestas: la jalifiana representada por el Majzén (o gobierno marroquí) y la española formada por las distintas Delegaciones e Intervenciones dependientes del Alto Comisario, que controlaban y dirigían toda la Administración tanto española como marroquí, siendo también el supervisor de la justicia islámica, bereber y judía, a través de los Interventores.
En el Protectorado español regía la “justicia islámica” con la que España trató de ser neutral en lo posible y continuar con la organización marroquí al hacerse cargo de la Zona norte, pero siempre teniendo en cuenta que en justicia, como en todo lo demás, ejercía funciones de tutela, lo que hacía que la justicia no fuera plenamente independiente. España, además, introdujo algunos cambios a través de los Reglamentos de 1928, 1935 y otros Decretos, con los que trató de trasladar a aquel territorio algunas de las figuras jurídicas reguladas por la justicia española, a fin de adaptar la organización anterior a la nueva realidad que surgía y con la finalidad de poder contar con instrumentos jurídicos que hicieran posible la tutela y el control que se le exigía. Respetó las figuras del personal marroquí que la servía, siendo la principal el “Cadí”, que era el juez que administraba justicia en base al Corán (la sharia) o justicia divina, más la Jurisprudencia secular, que en Marruecos seguía la escuela malekita. Tenía jurisdicción para juzgar sobre cualquier materia que involucrara a los musulmanes, excepto los acogidos al fuero del “protegido” que en adelante veremos. Existían los jueces de cabilas, que cobraban de España 2.500 pesetas anuales, y también los jueces de ciudades, que percibían 3.600 pesetas; luego estaban los jueces territoriales o de región cuyas remuneraciones eran de 9.600 pesetas. Otra figura era la del “Caíd”, nombre parecido al de Cadí, que era una especie de juez local y a la vez alcalde que entendía de faltas leves, infracción de los bandos de policía, delitos penales equivalentes en el Código Penal español a contra la seguridad del Estado, del orden público y régimen político. No siempre estaban bien deslindadas sus funciones en el Reglamento de 1928, y a menudo surgían conflictos de competencias entre él y el Cadí que dirimía el juez territorial. El tribunal de máxima instancia era la  “Charaa”, equivalente a nuestro Tribunal Supremo.  El “adul” era el  notario, y el “auan” auxiliar de justicia.
En las cabilas del Rif aun persistía entonces un derecho consuetudinario (costumbre), conocido como “justicia bereber” por el que se regían determinadas materias y cuyos asuntos se dirimían ante las autoridades locales. De acuerdo con el Reglamento de 1935, podían aplicarse por los tribunales del Caíd las normas tradicionales de la región, que eran las que practicaban los antiguos bereberes. Se aplicaba por los llamados “Consejos de cabilas”, que se ocupaban de los robos, irrupción en tierra ajena, conflictos entre mujeres, riñas, recogida del trigo para evitar conflictos de siega, vigilancia de campos durante la siega, regulación de la vendimia, control del ganado, reparto de agua, etc. Dichos Consejos se reunían una o dos veces por semana en el zoco y bajo un árbol, resolviendo los conflictos de honor, de familia, robo de leña, adulterios, injurias, etc. Sin embargo, la Administración española de Asuntos Indígenas, en su afán por unificar la justicia, terminó por implantar un sistema jurídico islámico basado en la sharía que excluía el uso de códigos locales. También había existido en el Rif durante los siglos XIX y principios del XX la figura tipificada como “deuda de sangre”, en caso de asesinatos que en buena parte se cometían con motivo de la adquisición de tierras, explotaciones agrícolas y mineras y que originó muchos conflictos locales. La deuda de sangre podía quedar saldada con el pago de la “diya” a la familia del muerto, pero en la mayoría de los casos terminaba en venganza;  por eso, fue abolida por Abd El-Krim. Otra institución de justicia bereber fue el “juramento colectivo”, que se aplicaba en el Rif central y permitía afirmar ante el alfaquí y el Corán la inocencia o culpabilidad, y tuvo gran asentamiento en las montañas de la Yebala y en la costa atlántica.
Por otro lado, estaba la “justicia judía”, también llamada “mosaica”, que se aplicaba a quienes tenían tal condición y normalmente no eran juzgados por los tribunales islámicos, sino por tribunales propios llamados “rabínicos”, que también impartían una justicia eminentemente religiosa. Su corte suprema estaba en Casablanca, donde residía y juzgaba el Gran Rabino de Marruecos, cuya institución existe desde 1925, aunque la justicia rabínica se vino aplicando desde 1918. Esta justicia se ocupaba de divorcios, herencias, donaciones y testamentos. El Reglamento español de 1928 contemplaba su composición, procedimiento y otras cuestiones como la de los notarios. Aunque en el período precolonial los judíos ya gozaban del estatuto marroquí llamado de “dhimmis”, que les consideraba como “protegidos” del Sultán, pero los hebreos lo tenían como un estatuto inferior al de los musulmanes, ya que ello no impedía que en momentos de tensión y hostilidad se dieran los ataques al “mellah”  o barrio sagrado judío. Desde la guerra hispano-marroquí de 1859-1860, la Intervención española modificó la posición de los judíos marroquíes, siendo bastante más favorecida, cuyos barrios fueron objeto de reiterados ataques por parte de la población musulmana por considerarlos colaboracionistas de los europeos. El Protectorado español permitió a muchos judíos fortalecer su situación como “protegidos”, ahora del Estado español, y poder así sustraerse a la justicia musulmana, lo que incidió sustancialmente en las relaciones interreligiosas marroquíes.
España introdujo en Marruecos los tribunales hispano-jalifianos. El sistema era similar al español tanto en el fundamento interno como a las reglas de procedimiento. Eran competentes en el ámbito penal para conocer de los delitos cometidos por españoles y “protegidos” de España, y de los cometidos por marroquíes no “protegidos” contra españoles o naturales “protegidos” de otros países europeos. En materia civil eran competentes cuando en el litigio una de las partes fuera española o protegida, y asimismo en lo referente a inmuebles, cualquiera que fuera la naturaleza de las partes, siempre que estuvieran inscritos en el Registro de inmuebles que creó España, al igual que el Registro Civil, antes inexistentes. Igualmente, todo el personal civil español que se hallara en Marruecos era juzgado por tribunales españoles. Los asuntos relacionados con militares (incluso si eran indígenas) se dilucidaban a través del Código de Justicia militar español. Y los tribunales hispano-jalifianos, entendían también de las cuestiones relativas a los “protegidos”, ya fueran musulmanes, judíos o de cualquier otra naturaleza. La figura del “protegido” se introdujo por el Tratado de Marrakech de 28-05-1767, aunque no fue desarrollado hasta el Protectorado. Era el fuero concedido a un marroquí, musulmán o judío tras haberse convertido en sujeto adscrito a una delegación consular extranjera residentes en el Protectorado relacionadas con la economía o las finanzas, y venía a ser una especie de prerrogativa o privilegio especial. La protección se extendía a la familia.
Finalmente, es de destacar el importante papel desempeñado por los Interventores españoles que, sin inmiscuirse en las sentencias ni en las cuestiones de fondo del procedimiento, ejercían una gran labor, preocupándose de que no existieran notorias dilaciones en el proceso. El Interventor de cabila podía exponer al Cadí la necesidad de imprimir al proceso retardado una mayor celeridad.
Y, si conocían que algún asunto había sido mal fallado, podían promover el “muftí” o recurso de apelación a la instancia superior.
Además, cuando el Cadí carecía de recursos para el fallo, el Interventor estaba obligado a facilitárselos. Sin intervenir en la tramitación ni en el fallo, si podían ejercer una tutela efectiva en favor de los justiciables marroquíes ante cualquier abuso o error.

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