Opinión

La isla de los leprosos

Decía Fernando Savater, en un artículo en el que trataba sobre su postura frente a los asesinos de ETA –la misma que yo también sigo manteniendo frente a cualquier tipo de intolerante/criminal-, que sentía miedo cuando las demás le decían que era un héroe, porque nombraba a las asesinas por su nombre, además de denunciar sus atrocidades y la política de terror que ejercían.

Pero, ¿por qué ese miedo a unos razonamientos que realzaban sus convicciones contra la violencia? Sencillamente, porque se sentía como el chaleco antibalas de todas esas –muchísimas- que opinaban igual que él pero no se atrevían a decirlo porque les iba la vida en ello. Él era, pues, el parapeto de la buena conciencia, ese espejo donde todas pretendían mirarse pero en el que ninguna quería verse reflejada por miedo a comprometerse.

Esa sensación de vivir en un exilio interior es un denominador común entre quienes optan por la complicada senda de hacer pública su condición de librepensadora.

Alzar la voz para enseñar lo que, por otra parte, todo el mundo sabe pero nadie quiere ver, tiene dos vertientes muy diferentes pero que fatalmente se acaban uniendo. Por una parte, está la opción de incomodarse por revolver conciencias sacando a flote la porquería, y por otro lado está la de la absoluta coincidencia con lo expuesto. Pero, eso sí, de lejos; no vaya a ser que acabemos señaladas por las poderosillas de turno. En definitiva, nadie se moviliza ante nada y sólo queda un puñado de francotiradoras de la conciencia que, sin pretender ser vanguardia de nada ni querer representar a nadie, acaban en una primera línea de fuego ideológico por la sistemática y acomodaticia deserción de las demás. Bonito panorama.

Estar en esa posición avanzada de combate ideológico provoca que quien elige esa vía acaba inexorablemente marcada, como lo describe magistralmente Sabina en su canción Gulliver:

“Te acusarán

de ser el tuerto en el país de los ciegos,

de ser quien habla en el país de los mudos,

de ser el loco en el país de los cuerdos,

de andar en el país de los cansados,

de ser sabio en el país de los necios,

de ser malo en el país de los buenos,

de divertirte en el país de los serios,

de estar libre en el país de los presos,

de estar vivo en el país de los enanos,

de ser la voz que clama en el desierto”.

Atreverse a alzar la voz en el universo de quienes prefieren refugiarse en el mullidito pensamiento único tiene unas duras consecuencias, por lo que de enfrentamiento al orden establecido se refiere. Además, ser consecuente con el discurso en la defensa de los irrenunciables principios de Libertad, Igualdad, Fraternidad y Laicidad provoca la incomprensión típica de quien comete el pecado de tener razón antes de tiempo. Pero quizás lo más cruel sea la soledad en la que suele encontrarse quien se ve atreve a nadar a contracorriente.

Así pues, estas molestas removedoras de la realidad se ven irremediablemente confinadas a la Isla de los leprosos donde van a parar las que alcanzan a ver, antes que nadie, las negras tormentas que agitan los aires. Tildadas de agoreras de un futuro por otra parte nada halagüeño, deben soportar, además de la apatía generalizada, el rechazo de las que se sienten molestas por ver resaltadas las invisibles cadenas que nos inmovilizan a todas por igual.

Pero claro, siempre viene bien tener a mano a alguien que diga a pleno pulmón lo que las demás no nos atrevemos a decir, o ni siquiera alcanzamos a vislumbrar. Entonces, durante los minutos que invertimos en leer o escuchar lo que nos dicen, alabamos el valor de quien se atreve, como en el cuento de Andersen “El rey desnudo”, a describir la cruda e incómoda realidad. Pasado ese tiempo, volvemos a dejar en la isla de los leprosos a la librepensadora. Lamentable, pero cierto.

Claro que en ese reducto donde se encuentran los que se empeñan en hacer pensar, hay sitio para usted: ¿se atreve a cambiar la telebasura por el librepensamiento?

Como siempre, usted sabrá lo que más le conviene, pero el problema llegará cuando ni siquiera dejen que exista una isla de leprosos. Y para eso, no falta mucho.

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