Opinión

La invisibilidad del horror

Curiosa es la tendencia que tenemos los seres humanos de provocarnos un atroz miedo de ficción. Esa manía de buscar sensaciones fuertes –a veces, rayando en lo desagradable- se ancla en el suspense, en los efectos especiales y en las angustias que sufren las protagonistas. Buscamos pasarlo mal, aunque seamos perfectamente conocedoras de que, por muchas taquicardias y sobresaltos que padezcamos con esas truculentas historias, al final sangre, crímenes o bichos imposibles son sofisticados frutos de la imaginación. Aquí, sólo es imaginación.

Después, cuando se enciende la luz de la platea o se pasa la última página, la monótona calidez de la normalidad nos envuelve de nuevo tranquilizándonos. Todo fue trampa y cartón. El padecido pavor sólo pertenece ya al mundo del celuloide y del papel biblia. No hay nada que temer. Todo ha sido mentira. Todo va bien. Puede seguir durmiendo.

Pero, a poco que tuviésemos el arrojo de despertarnos y mirar por encima de las cercas del Ministerio de la Verdad, nos daríamos cuenta de que la implacable y dolorosa realidad supera con creces a cualquier película o novela.

Podríamos ver como el comercio de personas se ha transformado en uno de los negocios más lucrativos del planeta, muy por encima del de la droga… tráfico de armas aparte, obviamente.

Nos rendiríamos a la evidencia de que, a pocas horas de avión de aquí, se están subastando seres humanos en mercados de esclavas que creíamos de épocas afortunadamente pasadas. Estas mujeres y hombres -que se compran al peso- son quienes han sido abandonadas en tierras libias (entre otros lugares) por las traficantes antes mencionadas.

Caeríamos en la cuenta de que, hablando de un tema similar, la ONG australiana Walk Free Foundation ha denunciado que, en 2016, 45,8 millones de personas fueron las víctimas de alguna forma de esclavitud amarradas a una infernal cadena de montaje. Muchas de nuestras zapatillas, juguetes, camisetas o teléfonos móviles del Black Friday pasaron por sus pequeñas manos.

Veríamos con otros ojos los datos de la ONU que afirman que una de cada tres mujeres es víctima de violencia en algún momento de su vida, y seguramente entenderíamos que “Feminismo” debe traducirse como “Igualdad”, por pura necesidad humanitaria.

Ya no sería una sorpresa para nadie saber que cada año se pierde en bosques, por minuto, el equivalente a 36 campos de fútbol. No nos extrañaría rendirnos a la evidencia de que la energía nuclear no sólo es cara, sino que deja tras de sí miles de toneladas de desechos nucleares que tardarán miles de años en dejar de ser letales para nosotras y para todo el ecosistema.

Por si fuera poco, nos daríamos cuenta de que sólo la codicia de un sistema abocado a la autodestrucción es el que propicia que se pongan todas las trabas a la energía solar, barata y 100% limpia.

De pronto seríamos conscientes de que cada día mueren centenares de personas en atentados terroristas en países olvidados, sin más sentido que el posicionamiento geoestratégico de las poderosas en el ajedrez internacional. Quizás en ese momento nos diésemos cuenta de que, en realidad, estos asesinatos sólo se cometen por oscuras ansias de poder. Por nada más.

Se haría la luz en nuestra mente y llegaríamos a la conclusión de que la corrupción no se esconde debajo de los colchones de las sinvergüenzas desalmadas, sino en elegantes y legalísimos bancos ubicados en los llamados paraísos fiscales. Muchos de ellos en Luxemburgo, en pleno corazón de la Unión, sin que nadie haga nada para remediarlo. Seguro que entonces veríamos que ese tema sí va con nosotras, y no como ahora que ni siquiera lo percibimos como problema.

Evidentes serían los datos de la FAO (organización de Naciones Unidas para la alimentación) que afirman que 815 millones de personas, es decir, un 11% de la población mundial (datos 2016) se muere de hambre. Así, en estos momentos la población de España multiplicada por 17,34, es el total de seres humanos que revientan por no poder comer. Quizás entonces le pareciesen cifras de extrema vergüenza e indignidad.

El suma y sigue es interminable. Sin embargo, vista la reacción que todas solemos tener ante una mínima muestra de miseria, todo parece estar muy camuflado en el abisal de nuestras malas conciencias. Nada que ver. Nada que decir. Nada que hacer. Puede que, arropadas por lo que vomitan los boletines oficiales de turno, pensemos eso de “ande yo caliente…” es la solución. El problema reside en que los versos de Góngora no se pueden aplicar aquí porque vivimos todas en un estado de implacable hipotermia que nos gangrena el cerebro, o lo que nos queda de él. El hecho de que el horror sea absolutamente invisible para nuestras domadas miradas es una lamentable prueba de ello.

Como siempre, usted sabrá lo que más le conviene, pero frente a estas brutales y sistemáticas tropelías, quizás sea el momento de abrir los ojos, única forma de empezar a despertar el librepensamiento y el espíritu crítico que deberían constituir nuestra eterna bandera, si es que tenemos la voluntad de seguir apellidándonos “humanas”.

Si continuamos ignorando los reiterados atropellos cometidos o las lágrimas y desesperaciones de las más vulnerables, recuerde que seguramente, en muy poco tiempo, nosotras seremos las invisibles, y para entonces todo será ya demasiado tarde. Ya lo dijo el Premio Nobel Albert Camus “la tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios, sino sobre las faltas de los demócratas”. Nada más que añadir, Señoría.

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