Opinión

La insensibilidad medio ambiental y el futuro de la tierra

Ciertos libros tienen la virtud de cambiarte la manera de ver el mundo y a los que te rodean. Los ratos de descanso de la sobremesa y de la noche los he dedicado esta semana a leer “Un verano en los lagos” de Margaret Fuller. Tenía muchas ganas de leer alguna obra de la considerada la mujer más influyente del círculo trascendentalista de Concord, que giraba en torno a la figura de Ralph Waldo Emerson. Me atraía de una manera casi magnética esta mujer culta, sensible y de una gran inteligencia. Según iba leyendo su libro mi alma se exaltaba y la sentía cada vez más próxima. Llevo muchos años leyendo y releyendo los libros de Emerson, Thoreau, Whitman, John Muir y muchos otros escritores que han practicado el estilo literario conocido como “nature writing” (escritura de la naturaleza). Coincide que todos eran hombres, grandes hombres, pero del género masculino. No ha sido hasta la lectura de “Un verano en los lagos” cuando me he metido en la mente de una mujer brillante para ver, a través de sus ojos, una cara desconocida de la naturaleza.
Sucedió una de estas noches, mientras leía, que la fina sensibilidad de Margaret hacia la naturaleza y la condición humana me hizo recordar el valor de la vida y la posibilidad que tenemos de lograr una vida plena, rica y significativa. Pensé que la vida es efímera, pero llena de posibilidades de alcanzar momentos de sano éxtasis y plenitud. También reflexioné sobre la dimensión espiritual del ser humano que nos abre la puerta a percibir la fuerza del “Anima Mundi” que rodea y penetra la tierra. Descubrir un alma tan sensible como la de Margaret Fuller es un tesoro que puede hacer que nunca más nos sintamos pobres, al menos desde el punto de vista interior, que es el más importante. La simple existencia de esta mujer, en un tiempo tan duro como el de los Estados Unidos de mediados del siglo XIX, nos devuelve la esperanza en la humanidad y en su capacidad de superación. Entonces, como ahora, había personas dotadas de una exquisita sensibilidad y otras a las que podríamos calificar de auténticas carnes con ojos.
Cuenta Margaret que mientras ella estaba sobrecogida por la belleza y la fuerza de las cataratas del Niágara, se asomó un señor por la barandilla para escupir al fondo del precipicio acuoso. Es de suponer que con este obsceno gesto quería comprobar la profundidad de las cataratas y ver cómo su escupitajo se perdía en el pronunciado salto de agua. En esta escena podemos distinguir dos tipos de personas: la sensible y la cultivada; y la insensible y tosca. Por desgracia esta última es la que más abunda y la que provoca más daños a la naturaleza. Hay a quienes nos gusta pasear en la naturaleza y buscar un solitario rincón en el que sentarnos a dejar que los sentidos se recreen con la belleza circundante e intentar plasmar nuestros sentimientos en una libreta. Otros prefieren captar estas escenas con sus cámaras fotográficas o disfrutar del paso de las aves con sus telescopios. Pero también hay quienes entran con sus coches hasta el mismo espigón de la playa del Desnarigado y dejan como recuerdo un fatídico cuadro de restos de comida, latas y otras basuras.
Mención aparte merecen los desalmados que arrojan desde chasis de coches muebles por las rochas del Sarchal y del Recinto. Con el dinero de todos, tenemos que pagar unas operaciones de limpieza caras debido a lo complicado de los accesos y de la extracción del material recuperado. La última labor de restauración ambiental del Sarchal ha costado 30.000 euros. Pero esto poco les importa a los responsables de estos actos de vandalismo medioambiental. Distinto sería si tuvieran que pagarlo de su bolsillo y además le costase una cuantiosa multa. Por desgracia es difícil pillar in fraganti a estos delincuentes. No contamos con un cuerpo específico de policías locales que persiga este tipo de delitos. Ya sabemos que lo que la Patrulla Ecológica de la Policía Local dura es el tiempo de hacerse la foto el político de turno junto al coche policial decorado por pegatinas verdes. Es una muestra más de la falta de compromiso efectivo de las autoridades locales en el cumplimiento de las normativas y leyes ambientales. No la ha habido nunca, ni tampoco la esperamos en el futuro inmediato. Los gobernantes ceutíes no perciben que suspender en la asignatura ambiental les impida renovar la confianza de los votantes. Haría falta, como en otros países, una mayor conciencia general sobre la necesidad de preservar el medio ambiente y proteger el patrimonio natural y cultural heredado.
El cambio de rumbo hacia la derecha que parece ha tomado el mundo, desde EE.UU, pasando por Brasil, y con parada en Europa y España, no nos hace ser muy optimista respecto al futuro del planeta. El cambio global es negado por personajes tan estrafalarios como Donald Trump y su colega brasileño Bolsonaro. En el programa de VOX figuran medidas como la liberación del suelo, que supuso en el pasado reciente la formación de un tsunami de hormigón que arrasó las costas españolas. No menos indicativo de sus intenciones es la llamativa exclusión de un capítulo medioambiental en su programa electoral y su decidida apuesta por la caza y la tauromaquia. Se puede decir, que parte de la derecha se ha quitado la careta y muestra su verdadero rostro sin, como ellos mismos dicen, avergonzarse de su ideario. En democracia cada uno puede defender las ideas que les parezcan ciertas, siempre que respeten los derechos humanos y los del planeta. Esto último no parece importarle a la derecha más reaccionaria y extemporánea que se está extendido por todo el mundo, alimentada por el miedo a un futuro incierto y plagado de grandes retos para la humanidad.
La gente tiene miedo a que sus países se vean invadidos por columnas o flotas de inmigrantes que huyen de la miseria y la pobreza. Sienten miedo a ser víctimas de un ataque terrorista cuando pasean por una gran ciudad o se suben a un avión. Les preocupa que sus barrios se desfiguren por la presencia de inmigrantes que no respetan las normas básicas de convivencia y rompan la armonía de sus ciudades y pueblos. Vivimos cada vez más en lo que el filósofo alemán Ulrich Beck denominó una “sociedad del riesgo”. El principal peligro al que nos enfrentamos es que nos dejemos llevar por el miedo y no seamos capaces de responder de manera positiva y constructiva a un mundo en profunda y rápida transformación. Ahora, más que nunca, necesitamos un diagnóstico real y certero de la situación del mundo, sin exageraciones malintencionadas ni minusvaloraciones de la gravedad de ciertos problemas que las personas de a pie perciben y que las autoridades tienden a ocultar.
Un mundo complejo como el nuestro requiere un sistema de pensamiento igualmente complejo, tal y como viene defendiendo en su dilatada obra el pensador Edgar Morin. No implementar este tipo de pensamiento a través de la educación es dejar la vía expedita para la llegada de los terribles simplificadores, como el que acertadamente y proféticamente dibujó el genial Dostoyevski en su libro “Memorias del subsuelo”. Antes de que este tipo de nefastos personajes sigan tomando el control de los gobiernos internacionales, nacionales y locales necesitamos adelantarnos a ellos y abordar, por nuestra cuenta, una simplificación positiva de nuestras vidas y ocupaciones. Si nuestras economías fueran menos depredadoras y más justas, las poblaciones de los países que las grandes multinacionales expolian sin miramientos no se verían obligadas a abandonar a sus familias para emprender una aventura de final incierto. Mientras que la desigualdad en términos de riqueza sea tan acusada entre el primer y el tercer mundo el flujo de inmigrantes no dejará de crecer e irá a más. Ni las fronteras artificiales ni las naturales, como el profundo mar que se ha tragado miles de vida, impedirá una masiva huida del hambre con la esperanza de una existencia mejor.
“Simplicidad, simplicidad, simplicidad”, le aconsejaba Henry D.Thoreau a su amigo Harrison G.O. Blake en una de sus cartas. Cuanta más importancia le dedicamos al autocultivo menos necesitamos de las efímeras satisfacciones que nos aportan las posesiones materiales y el aparente reconocimiento social. El desprendimiento de todo lo superfluo aliviaría la negativa presión que estamos ejerciendo a nuestro debilitado planeta y dejaría margen para que otras regiones de la tierra alcanzasen unos umbrales de prosperidad económica para garantizar la calidad de vida de sus ciudadanos.

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