Llevo tiempo planteándome por qué a la sociedad actual le cuesta tanto indignarse. Parece que la pasividad ha acabado por adueñarse de nuestros sentimientos ante todas las injusticias y tropelías que unos pocos erigidos en dirigentes poderosos se empeñan en hacernos a unos muchos, enmascarando sus actuaciones y maquillándolas de una falsa corrección.
La sumisión ha alcanzado sus cotas máximas en estos tiempos que corren en los que parece que lo “correcto” es no alzar la voz, no criticar, no hablar, no pensar por nosotros mismos y sobre todo, no expresar públicamente todos esos pensamientos.
Volvemos a tiempos remotos que, afortunadamente, algunos sólo habíamos conocido a través de la lectura y en los que el pensamiento único era el que imperaba además de que pensar diferente estaba severamente castigado.
Vivimos envueltos en manipulaciones, sartas de mentiras y palabrería inútil tendente a evitar que pensemos por nosotros mismos e incluso a que nos cuestionemos nuestras propias convicciones.
Tiempos en los que se nos pretende convencer de cuestiones como que la reforma laboral es algo necesario o de que el endeudamiento local al que nos ha llevado la pésima gestión del equipo de gobierno del señor Vivas también era imprescindible.
Tiempos en los que se busca la justificación del despilfarro, o la de la colocación de amiguitos y afines a las siglas de un partido político sin ningún mérito ni aportación a la sociedad más que contribuir a la indignación de un pueblo que lleva demasiado tiempo asentada en la pasividad y en la aceptación implícita de conductas total y absolutamente reprobables.
Vivimos en tiempos en los que se critica a los sindicatos, representantes de los trabajadores y trabajadoras por antonomasia, y a los partidos políticos de la oposición, de los que no dependen las mamarrachadas que se les ocurren a los que llevan las riendas.
Vivimos en tiempos en los que se rehúye de criticar al poderoso… por si acaso.
Vivimos en tiempos en los que se echan de menos levantamientos sociales (por supuesto pacíficos) y críticas abiertas a lo que está mal hecho. Los que ostentan el poder, local, nacional e internacional, no lo tienen por la gracia divina si no porque en algún momento hubo quienes confiaron en ellos, pero la confianza no es inalterable: debe cambiar desde el momento en el que se demuestra la incompetencia y la irresponsabilidad y se dan sobradas muestras de no merecerla.
Con independencia de que nos podamos identificar con una formación política u otra o ninguna, con un sindicato u otro o ninguno, debemos tener siempre presentes e identificar de manera indudable nuestros valores e intentar que no sean corrompidos por nada ni nadie. Cuando algo es injusto, lo es a todos los efectos: La reforma laboral es totalmente injusta con las personas que día a día se dejan la piel para conseguir un sueldo y merece nuestra oposición como ciudadanos y ciudadanas de una sociedad a la que le ha costado mucho esfuerzo alcanzar los derechos que tiene actualmente reconocidos y que se pretenden menguar.
El despilfarro del gobierno local también es injusto, totalmente. Resulta obsceno que en una ciudad como la nuestra en la que hay cerca de doce mil personas que no encuentran trabajo, de los que destaca la presencia juvenil y femenina, y en la que miles y miles de familias necesitan de la asistencia social para subsistir, tengamos un gobierno que se destaca por no hacer nada para solucionar esos problemas, que mantiene a sus afines y castiga retributivamente a los trabajadores y trabajadoras que se han ganado a base de esfuerzo su trabajo, que recorta las prestaciones sociales y asistenciales, que intenta ridiculizar y/o aislar a todos los que piensan de manera diferente y que no acepta la crítica que se le hace desde la oposición.
Son tiempos de impotencia los que nos toca vivir, pero con la esperanza, la ilusión y la certeza de que algún día cambiarán las cosas.
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