Desde mediados del siglo veinte, coincidiendo con la independencia de Marruecos, el devenir político de Ceuta ha estado siempre condicionado por la pretensión anexionista de la monarquía alauita. Ceuta y Melilla quedaron condenadas a subsistir en una trampa diabólica de la que parece utópico salir indemnes. Marruecos es un aliado preferente de España, en torno a cuya relación se ha tejido una extensa y tupida red de intereses de toda índole; pero a la vez es acérrimo enemigo de Ceuta y Melilla cuya soberanía reclama insistentemente como objetivo político irrenunciable. Así, el Gobierno español de turno tiene encomendada la esquizofrénica misión de cultivar el hermanamiento con el régimen marroquí y, simultáneamente, defender de manera expeditiva la dignidad de Ceuta y Melilla (por extensión constitucional de España) frente a los constantes insultos, humillaciones o agresiones que sufrimos. Imposible.
Tres décadas de democracia han servido para acuñar una estrategia interiorizada por los dos partidos que se alternan en el Gobierno, que les permite, al menos, sortear los conflictos a corto plazo. Un particular punto de embrague, que consiste, básicamente, en ganar tiempo. Mentir a ceutíes y melillenses, comprar su silencio a precio de oro; mantener una señal de sutil predisposición al diálogo con Marruecos para mantener la calma… y esperar. Los vaivenes que se producen en esta hipócrita relación, obedecen a la compleja gestión de otros factores en clave interna o colateral. La opinión más extendida es que el tiempo será implacable. El corolario de esta línea argumental es la extravagante situación de ambas ciudades en relación con su desarrollo autonómico. Están bajo un régimen inexistente en la constitución (sólo se contemplan municipios, provincias y comunidades autónomas según el artículo ciento treinta y siete), inventado para “convencer” a los ciudadanos de que son una autonomía más; pero claramente diferenciado del régimen administrativo común del Estado, tal y como exige la ONU a un territorio para calificarlo como colonia (vergonzante guiño a Marruecos).
En estas coordenadas, y tomando en consideración la importancia creciente de la Unión Europea en todas las decisiones políticas significativas (no se debe perder de vista el papel de la promarroquí Francia), y la enorme influencia que ejerce la política internacional estadounidense (aliado estratégico de Marruecos en el norte de África), lo que parece obvio es que queda descartado por completo cualquier conflicto bélico. La batalla por Ceuta y Melilla se va a librar en los medios de comunicación. Independientemente de la solidez de los argumentos jurídicos e históricos que nos asisten, será la opinión pública, nacional e internacional, la que vaya marcando la ruta y el ritmo.
En este terreno no tenemos razones para ser optimistas. Estamos en clamorosa inferioridad. De un lado, un enemigo paciente y perseverante, muy motivado, siguiendo un plan bien trazado, con gran cantidad de medios y muchos y poderosos aliados (incluso en España). En la otra parte, a penas nadie. Los partidos de ámbito nacional, huidizos y esquivos, nunca quieren problemas y por eso sus gestos siempre son calculadamente ambiguos. Los principales grupos de presión del país (incluidos los mediáticos) se decantan a favor de los fuertes intereses españoles en Marruecos. No quieren líos. Lo cierto es que nadie encuentra motivos suficientes para arriesgar nada por defender treinta y un kilómetros cuadrados situados en otro continente, y habitados por ciento sesenta mil personas. Convivimos con un trágico axioma: Ceuta sólo importa a los ceutíes.
Hubo un tiempo en que el pueblo de Ceuta aceptó el reto, y asumió con valentía y orgullo la defensa de su dignidad. Cada ofensa dolía, y era repelida. El sentimiento caballa hacía hervir la sangre. Todo aquello acabó. Ahora, también los ceutíes, nos inhibimos. Una generación, extenuada y descreída, está plenamente convencida de que el curso de los acontecimientos es invariable, y se ha retirado. Otros muchos aún no están suficientemente identificados con la causa para luchar por ella. Y por último, una generación completa, que ha sido educada en la ausencia de compromiso, ha desertado directamente. Son los hijos de la felicidad ficticia inyectada a fuerza de propaganda, que han renunciado a todo protagonismo histórico en la pueril creencia de que existe un mecanismo invisible que siempre termina poniendo las cosas en su sitio sin esfuerzo alguno. Quizá estén narcotizados por la exhalación de tanta flor.
El resultado de este proceso de inanición combativa lo podemos comprobar en el modo en que hemos respondido a la última andanada de Marruecos. Durante una semana, hemos sido objeto de rutilantes portadas de todos los medios de comunicación de tirada nacional. Calificativos como “ciudad ocupada” dirigiéndose a nuestra Ciudad, o siglas como las del “Comité Nacional de Liberación de Ceuta y Melilla” han salpicado todos los noticiarios. Ceuta, fría y distante, como ausente, no se ha sentido afectada ni concernida. Ni un leve síntoma de indignación. Ya sabemos que aquí nunca pasa nada. Hemos alcanzado la indiferencia perfecta. Un estado de ánimo ideal para satisfacer las aspiraciones anexionistas de Marruecos.
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