A pesar de que se ha repetido hasta la saciedad me permito el lujo de reincidir una vez más en el hecho de que, por su naturaleza, nadie puede aspirar a que el ser humano constituya ninguna plataforma perfecta, porque estaría aspirando a un imposible ridículo, perlado de gotas románticas, muy lejos de lo que es concebible; lo que en un mundo más factible sí podría considerarse próximo a la perfección a la que puede llegar la humanidad es la paulatina mejora de las estructuras que componen la creación final. Es decir, algo imperfecto y, por lo tanto, con posibilidad de ser mejorado.
Como cualquier otra institución humana, la Real Academia Española, que muy dignamente trabaja por el patrimonio lingüístico español, no puede evitar que irrumpan contradicciones, errores o desajustes dentro del amplio ámbito que cubre su labor y que esperan ser enmendados más tarde o temprano. No obstante, la virulencia con la que se ataca todo lo que refleje o aparente endeblez y esté relacionado con los dictados de la academia es desmesurada, a veces rozando el absurdo en tanto que los ataques, sin fundamentos sólido, no tiene otro aspecto que el de meros brotes de impotencia, envidia o fingida rebeldía hacia una institución de estas tamaña dimensiones y relevancia. Más aún lo parece cuando estos críticos, a veces despiadados y afanados en un protagonismo insustancial, se aferran a equívocos superficiales, irrelevantes, que no son más que productos de la dificultad que en cualquier idioma surge cuando se quiere cimentar una gran coherencia dentro de la cual todo quede minuciosamente conectado. Y no queramos malpensar como se dice y se cree, pues la citada hazaña no se pretende como objetivo para elevar al infinito el ego de la institución encargada de la custodia, el fomento y la evolución de la lengua, sino para preservar de la mejor manera posible y desde el más sincero y profundo respeto el acervo de esta.
Por más que se insista, la academia no teme en enmendar sus decisiones anteriores o tomar las que no ha tomado si lo cree oportuno, es una institución sin reparos a la hora de rectificar, mostrando su dignidad y decoro desde los primeros pasos de su pedregoso camino hasta la estima y el orgullo con que graban cada pisada. Gracias a la presencia de la academia y la actuación de los académicos, la lengua se aleja de cualquier concesión de oficialidad a las esperpénticas “modas lingüísticas” que tantas malformaciones traen consigo y la inmediata debilidad que ello supone. Un dilema que en lenguas como la inglesa no es posible mantener en cuarentena, impactando de lleno contra el lenguaje, penetrando y perpetuándose en él, aun cuando ni las formas ni el contenido se adecúan a la funcionalidad que se presupone. La Real Academia Española es ese pararrayos invisible que en buena medida disminuye las probabilidades de que un trueno arrase los elementos esenciales de la lengua española.
Ello no debe entenderse como la imposición de que lo dictado por la RAE ha de admitirse sin resistencia alguna, que no se permite la existencia personas facultadas y sin facultar en contra de sus resoluciones o la negativa ante cualquier oposición propuesta con argumentaciones razonadas. Los hispanoparlantes son libres de tomar para sí las normas que los académicos han propuesto durante todo el tiempo transcurrido desde su fundación a comienzos del siglo XVIII (1713) o no hacerlo, asimismo cuentan con la fortuna de que la academia que vela por nuestra lengua es flexible, sólo en caso de evidencia explícita opta por lo estricto e inamovible, manteniéndose abierta a sugerencias que puedan ayudar a llevar a cabo rectificaciones o matizaciones en la mayoría de los casos, dado que son conscientes de que la lengua no es una propiedad exclusiva de la mentada institución. En la misma línea tampoco se puede afirmar que la RAE sea visceral a la hora de censurar a quienes no utilizan la lengua en el uso que esta cree más correcto (exceptuando las obviedades), de hecho, si se revisa con tiento y recurriendo a buenas fuentes, se daría con el hallazgo de que las excentricidades lingüísticas de Juan Ramón Jiménez, por alcanzar un ejemplo, han sido reprochadas con especial inquina por críticos independientes, no por académicos, quienes, a pesar de lamentarse por la atípica costumbre del onubense, no se han atrevido a poner ningún pero a la extravagancia del creador de la mejor obra poética de la humanidad.
La lengua es un feto que nunca madura por última vez, que jamás llega a nacer y se ve abocado a permanecer gestándose siglo tras siglo, hasta su desaparición o la del mundo; por suerte, los hispanoparlantes que alimentan a dicho feto poseen un intermediario que regula el riego de alimentos, impidiendo que aquellos que sean insalubres o improductivos lleguen a él trayendo consigo consecuencias perjudiciales mediante un desarrollo contraproducente. Esa es la suerte que posee la lengua española y en la que no cabe más crítica que la constructiva, aquella que busca un avance estable y progresivo para fomentar la prosperidad de la institución. Sin ella, el contexto lingüístico de los países que dinamizan las relaciones sociales a través del español sería verdaderamente desesperanzador: no se hallaría ni una estabilidad ni un orden convincentes, ni tan siquiera medidas efectivas que frenaran la llegada e implantación absoluta de absurdas concepciones lingüísticas, al tiempo que imperarían los idiotismos oficializados por el pueblo, al que la lengua le habría sido encomendada para destrozarla con sus arbitrariedades junto al gigantesco bagaje cultural que ella representa en todas y cada una de las civilizaciones. Seamos responsables: a la Real Academia de la Lengua, como al español, hay que cuidarla, e incluso custodiarla si es necesario, tal y como ella ha hecho, hace y esperamos que haga con nuestro añejo idioma y todo lo que este significa.
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